Max escuchaba a Rubin y asentía con la cabeza. Sus ojos oscuros eran inocentes. Era leal a Rubin, pero desde el bloqueo de Berlín, había tenido sus dudas sobre la información que, Rubin les daba, Rubin no sabía que Max, arriesgando su cabeza en su propio laboratorio de microondas, a veces armaba, escuchaba y otra vez desmontaba un diminuto receptor, que en nada se parecía a tal. Con él, podía oír hasta Colonia, a la B.B.C. en alemán, y él no solamente sabía acerca de Traicho Kostov y su denuncia ante un tribunal abierto de confesiones falsas arrancadas durante un interrogatorio; sino también acerca de los planes de la Alianza del Atlántico Norte y las novedades económicas de Alemania Occidental. Todo esto, por supuesto, se lo retransmitía a los otros alemanes.
Y todos ellos asentían con sus cabezas a Rubin.
De todos modos, era ya hora que Rubin se retirase. Después de todo, él no estaba excluido de su trabajo nocturno. Rubin ponderó la torta y el estudiante vienes, halagado, aceptó la ponderación. Rubin se excusó. Los alemanes insistieron, en la medida en que la buena educación lo exigía, que se quedara y luego lo dejaron ir. Después se prepararon para cantar villancicos en voz baja.
Rubín salió al corredor llevando un diccionario mongol-finlandés y un volumen de Hemingway en inglés.
El corredor era ancho, con una rústica puerta provisoria. No tenía ventanas y se iluminaba con electricidad de día y de noche. Era el mismo corredor en el cual Rubin, junto con otros reclusos curiosos, una hora antes, había interrogado a los nuevos zeks del campamento. Una puerta que daba a la escalera interior, se abría hacia este corredor, como también otras puertas que daban a varias celdas-habitaciones. Eran habitaciones porque no tenían cerrojos y también eran celdas porque las puertas tenían ventanitas de vidrio que hacían de mirillas. Estas mirillas nunca fueron usadas por los guardias, pero habían sido colocadas, como siempre se hacía en las prisiones verdaderas, de acuerdo a los estatutos de prisiones, pues en los papeles oficiales a la
A través de una de estas mirillas, se podía ver otra celebración de Navidad: la colectividad de letones había pedido permiso para la fiesta.
El resto de los zeks estaba trabajando y Rubin temió ser detenido y enviado al mayor Shikin para explicar su ausencia. Amplias puertas dobles franqueaban la entrada y salida del corredor. Una de ellas era de paneles de madera y tenía un arco en la parte superior en el que estuvo el altar de la capilla, de una casa de campo. Ahora también era una celda-habitación. La otra puerta estaba cerrada con llave y recubierta de arriba a abajo con una plancha de acero. A esta puerta los reclusos le habían puesto por nombre "la Puerta Santa".
Rubin se acercó a esta puerta de hierro y golpeó en su ventanita. Desde el otro lado, la cara inmóvil y atenta de un guardia se apretó contra el vidrio.
La llave giró apagadamente en la cerradura; este guardia resultó ser indiferente.
Rubin emergió en la parte superior de la escalera principal del viejo edificio; ésta se dividía en dos, juntándose luego, cruzó el vestíbulo de mármol, caminando entre dos antiguos faroles en desuso, de hierro forjado. En este piso entró en el corredor del laboratorio y abrió de un empujón la puerta donde estaba escrita la palabra: ACÚSTICA.
BOOGIE-WOOGIE
El laboratorio de acústica era una habitación amplia de techos altos, con varias ventanas.
Estaba desordenada y abarrotada de instrumentos electrónicos sobre repisas, brillantes mostradores de aluminio, bancos para montajes, nuevas cabinas plegables de madera de una fábrica moscovita, y cómodos escritorios que fueron botín de guerra.
Arriba, grandes bombitas en tulipas esmeriladas arrojaban una luz blanca y agradable.
En un rincón apartado de la habitación, sin llegar al cielorraso, se hallaba una cabina aislante de acústica. Parecía terminada sólo en parte. Por fuera había sido forrada con arpillera clavada sobre paja. Su puerta gruesa, pero hueca como las pesas de los payasos de circo, estaba abierta en ese momento y la cortina de lana que la recubría, había sido corrida para aerear la cabina. Al lado, hileras de tapones de bronce brillaban sobre la negra faz de bakelita del tablero principal.
Cerca de la cabina, pero dándole la espalda, una muchacha menuda y frágil, de expresión austera, con los hombros angostos cubiertos por un chal de pelo de cabra, se hallaba sentada en un escritorio.
Toda la gente en la habitación, diez o más, eran hombres, todos vestidos con los mismos