Valetín Pryanchikov estaba en ese momento absorbido en un nuevo problema. Calculando qué cantidad de amplificaciones usar, cantaba para sí, distraídamente, en voz alta:
UNA EXISTENCIA PACÍFICA
Nerzhin tenía la misma edad de Valentine Pryanchikov, pero parecía mayor. Su pelo rubio no era, ni fino, ni gris pero habían ya muchas, muchas arrugas profundas en su cara contraída, había guirnaldas de ellas alrededor de sus ojos, en las comisuras de sus labios, profundos surcos en su frente. Su piel parecía marchita por la falta, de aire fresco.
Pero lo que más lo envejecía era la parquedad de sus movimientos, esta parquedad sabia con la cual la naturaleza sostiene la fuerza de un prisionero que se consume con el régimen de un campo de concentración. Ciertamente en la relativa libertad de la
Barricadas de libros y carpetas de archivos se hallaban apilados en su amplio escritorio, aun el espacio del centro que le permitía trabajar, estaba cubierto de biblioratos, textos escritos a máquina, libros rusos, extranjeros y revistas —todas ellas abiertas— cualquier persona candida vería en ese caos el resultado de un huracán de pensamiento científico.
Pero en realidad, era todo una fachada falsa. Nerzhin arreglaba sus cosas todas las noches, por si los jefes aparecían.
La verdad es que no miraban lo que tenía delante de sí. Había corrido la clara cortina de seda y miraba por la ventana hacia la oscuridad. Más allá de la profundidad de la noche, las diversas luces de Moscú se encendían y toda la ciudad, oculta detrás de una colina, brillaba como un enorme pilar de luz, pálido y difuso que convertía al cielo en marrón oscuro.
La silla especial de Nerzhin, con un respaldo a resorte que cedía confortablemente a cualquier movimiento; su escritorio, con tapa corrediza, de modelo no fabricado en la Unión Soviética y su confortable ubicación cerca de una ventana mirando al sur —hubiera indicado a cualquier conocedor de la historia de la
La
Entonces, se podía caminar libremente durante el atardecer por lo que luego se trasformó en la "zona"; recostarse sobre el pasto cubierto de rocío, al que, contra todas las reglas de prisiones, no se lo cortaba; (el pasto tenía que cortarse hasta la raíz para que los zeks no se deslizaran hasta los alambres de púa); y observar o bien las eternas estrellas o la transitoria traspiración de Zhvakun, el sargento de turno en su tarea nocturna, mientras robaba leños de la obra de reparaciones y los pasaba haciéndolos rodar debajo de los alambres de púa, hacía su casa para usarlos como combustible.
Nadie en la
Desde entonces se había cortado el pasto. Las puertas para salir al paseo se abrían solamente al sonido del timbre. La