Nerzhin contestó: —Es un milagro; es la sonata 17 en Re menor de Beethoven. Por alguna razón, nunca... “escucha, escucha”.
Los dos se arrimaron más cerca del receptor pero la música de jazz interfería terriblemente.
—Valentín —dijo Gleb—, ¡Por favor! déjanos oír! Ten consideración.
—Ya he demostrado tener consideración —refunfuñó Valentín—, les hice el receptor; ahora voy a desoldar la bobina y nunca más la van a encontrar.
La pequeña joven arqueó sus cejas severas y dijo; ¡Valentín Martynich! Realmente, es imposible oír tres radios al mismo tiempo. Apague la suya, si le han pedido.
—La radio de Valentín en ese momento estaba tocando "un slow-fox"; y a la joven, secretamente, le gustaba mucho.
—Serafina Vitalyevna. ¡Es monstruoso! — tomó el respaldo de una silla y gesticuló como si estuviese hablando desde un estrado—. ¿Cómo puede una persona sana y normal no gozar del vital y vigorizante jazz? Todos ustedes se han corrompido por la influencia de antiguallas. ¿Es qué realmente nunca han bailado el "tango azul"? ¿Nunca han visto la revista de Arkady Raikin? No saben lo mejor que puede crear el hombre. Peor que peor, nunca han estado en Europa. ¿Dónde pueden haber aprendido a vivir? Les advierto muy, muy seriamente, qué tienen que enamorarse de alguien. — Espetó esta pieza oratoria desde detrás de la silla, sin darse cuenta de la amargura que trasuntaban los labios de la joven. Alguien—
—¡Se ha salido de la órbita, otra vez! — acotó Rubín preocupado. De manera que tenemos que emplear la fuerza.
Y detrás de la espalda de Valentín apagó la jazz, él mismo.
Valentín se volvió, herido —Lev Grigorich, ¿quién le dio el derecho de hacer eso?
Frunció el ceño y trató de parecer amenazante. La melodía liberada de la sonata 17 se elevó fluyendo en toda su pureza, compitiendo solamente ahora con la tercera radio, del otro lado del rincón.
Todo el cuerpo de Rubín se aflojó. Toda su cara era, unos ojos pardos rendidos y una barba moteada con migas de torta.
—Ingeniero Pryanchikov. ¿Todavía se preocupa por la Carta del Atlántico? ¿Ha escrita usted su testamento? ¿A quién quiere usted dejar sus chinelas?
La cara de Pryanchikov se volvió seria al instante. Miró a Rubín en los ojos y le dijo pausadamente: —Oiga, ¡qué diablos! me está volviendo loco. Un hombre debería tener cierta libertad en la prisión.
Uno de los obreros lo llamó y él se retiró sombrío.
Rubín se instaló silenciosamente en su sillón, de espaldas contra la espalda de Gleb, dispuesto a escuchar la música. Pero la sedante melodía se apagó inesperadamente como un discurso se apaga en la mitad de una palabra. Y ese fue el final, sencillo y nada pomposo de la Sonata diecisiete.
Rubín emitió unas malas palabras, comprensibles solamente para Gleb.
—Deletréalas, no puedo oírte —dijo Gleb—, dándole todavía la espalda.
—Esa es mi suerte, te lo aseguro —dijo Rubín roncamente, sin volverse— Ahí tienes, he perdido la sonata, y no la he oído nunca.
—Pero eres desorganizado, ¿cuántas veces te lo he machacado? — declaró su amigo. Un minuto antes, cuando estaba registrando la voz de Pryanchikov, había estado lleno de entusiasmo, ahora se había vuelto indiferente y triste—. Y la sonata era muy, muy buena. ¿Por qué no tiene un nombre como las otras? "La sonata fulgurante" ¿No estaría bien? Todo en ella fulgura, lo bueno y lo malo, lo triste y lo alegre, de la misma manera como lo es en la vida. Y no tiene fin... exactamente como en la vida. Así debería llamarse la Sonata
—Con los alemanes. Estuvimos festejando la Navidad —dijo Rubín sonriendo irónicamente.
Hablaban de espaldas, sin verse, las nucas casi tocándose.
—Un buen hombre —Gleb reflexionó un instante—: Me gusta tu actitud hacia ellos. Pasar horas enseñándole ruso a Max. Sin embargo tienes todas las razones para odiarlos.
—¿Odiarlos? No, pero mi anterior amor hacia ellos, ha sido desde luego un poco oscurecido. Aun al apolítico y suave Max. ¿No comparte él también, cierta responsabilidad con los verdugos? Después de todo, no hizo nada para detenerlos.
—Exactamente como nosotros, ahora mismo no hacemos nada para detener a Abakumov o Shishkin-Myshkin.
—Oye, Gleb, de una vez por todas. No soy más judío de lo que soy ruso y no soy más ruso de lo que soy ciudadano del mundo.
—¡Bien dicho! ¡Ciudadano del mundo! suena puro y nada sanguinario.
—En otras palabras, cosmopolita. Tuvieron razón al ponernos en la prisión.
—Por supuesto que tuvieron razón. Aunque tu siempre estás tratando de probarle lo contrario al Soviet Supremo.
La radio sobre el antepecho de la ventana anunciaba que leería la lista diaria del Concurro de Producción, en treinta segundos.
Durante el transcurso de estos treinta segundos, Gleb Nerzhin deliberadamente giró la perilla con toda calma, apagando el ronco croar del locutor. Su cara estaba grisácea.