Desde distintos lugares, tres diferentes receptores de radio de fabricación casera, sin cajas, y colocados sobre cualquier pie de aluminio, emitían ritmos de jazz, un concierto de piano o cantos típicos del Este.
Rubín lentamente cruzó el laboratorio hacia su escritorio, llevando en la mano el diccionario mongol-finlandés y su Hemingway. Se veían migas de torta sobre su ondulada barba negra.
Aunque los
Rubin no podía pasar y se detuvo allí por un momento con una falsa expresión de mansedumbre. El joven no parecía percatarse.
—Valentulya —dijo Rubin— ¿no podría usted mover un poquito su pie trasero? Valentín, sin levantar la cabeza, contestó marcando enérgicamente las frases.
—¡Lev Grigorich! ¡Apártese usted! ¡Arranque sus garras! ¿Por qué viene aquí de noche? ¿Qué tiene que hacer aquí? — Miró a Rubín con ojos claros y jóvenes cargados de asombro—. ¿Para qué diablos necesitamos filólogos aquí? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! — articulaba— Después de todo no es ingeniero, ¡qué vergüenza!
Plegando cómicamente sus labios carnosos y abriendo unos ojos enormes, Rubin ceceó: —¡Hijo mío! hay toda clase de ingenieros. Algunos de ellos se han hecho una sólida carrera vendiendo bebidas gaseosas.
—¡Yo no! Soy un ingeniero de primer orden. Piénselo bien, hombrecito —le contestó Valentín ácidamente, dejando su soldador contra la pared y enderezándose.
Tenía la mirada limpia de la juventud; la vida no había empañado su cara. Sus movimientos eran como los de un cachorro. Costaba creer que se había graduado en un instituto antes de la guerra, que fue prisionero de guerra de Alemania, que vivió luego en Europa y que ahora cumplía el quinto año de prisión en su propio país.
Rubín suspiró. — Sin una expresa recomendación de Bélgica la administración no puede...
—¡De qué recomendación me está hablando! — las cejas de Pryanchikov se levantaron— ¡ja! ¡ja! ¡ja! Usted está divagando. ¡Amo locamente a las mujeres!
La joven austera cerca de ellos no pudo evitar una sonrisa.
Otro recluso que estaba contra una ventana cerca del pasillo por donde Rubin trataba de pasar, dejó su trabajo y escuchó a Valentín con aprobación.
—Solo teóricamente, parecería —contestó Rubin con expresión aburrida y como masticando.
—¡Y adoro gastar dinero!
—Pero no tiene, nada.
—Bueno, ¡entonces cómo puedo ser un mal ingeniero! Piense: para poder querer a mujeres —y siempre distintas— necesito mucho dinero; lo tengo que ganar. Y para hacerlo, como ingeniero tengo que ser brillante en mi campo. Y ¿cómo puedo hacerlo si no estoy realmente fascinado con mi carrera? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ha empalidecido!
Una total convicción brillaba en la cara alargada de Valentín, levantada desafiante hacia Rubín.
—¡Aja! — exclamó el zek próximo a la ventana, cuyo escritorio estaba enfrente del de la joven— Lev, ven y oye lo bien que he captado la voz de Valentulya, tiene el sonido de una campana. Eso lo voy a escribir en mi informe: como una campana. Una voz así se puede reconocer en cualquier teléfono; a pesar de las interferencias.
Y abrió una gran hoja cuadriculada en la cual se veían columnas de nombres, seguidas de voces clasificadas en forma de árbol.
—¡Qué clase de estupidez es ésa! — dijo Valentín desechando el comentario y tomando su soldador que empezó a humear, se incorporó.
El corredor se despojó y Rubín caminó hacia su silla, deteniéndose frente a la hoja donde las voces estaban clasificadas.
Él y su amigo Gleb Nerzhin la observaron en silencio.
—Hemos progresado, Gleb —dijo—. En combinación con "la palabra visible" vamos a tener un buen arma. Pronto podremos comprender de qué depende una voz en el teléfono. — Hizo un movimiento brusco—: ¿Qué tocan en la radio?
El sonido de la música de jazz era más intenso en la habitación, pero una ondulante melodía producida por las burbujas de un piano se oía a través de un receptor casero, colocado sobre el antepecho de la ventana; una línea melódica que brillaba y desaparecía.