Читаем En el primer cí­rculo полностью

Doscientos ochenta "zeks" dormían bajo las lamparillas azules, con las cabezas arriba o abajo de las almohadas, respirando silenciosamente, roncando repugnantemente o gritando desaforadamente, encogidos para tener más calor o despatarrados para refrescarse. Dormían en los dos pisos del edificio, sobre dos hileras de catres por piso, viendo distintas cosas en sus sueños: los viejos veían a sus seres queridos; los jóvenes veían mujeres; alguno veían lo que habían perdido; otros un tren; otros una iglesia; unos pocos veían a sus jueces. Pero, a pesar de todas las diferencias que había entre sus sueños, en todos ellos, los durmientes pesadamente soñaban que estaban presos; si estaban vagando por las verdes praderas ó por la ciudad, eso quería decir que se habían escapado, engañando a sus carceleros, que había habido un malentendido y se los perseguía. Ese feliz estado del olvido de sus cadenas que imaginó Lonfellow en el "Sueño del esclavo", no les era dado.

El impacto de su inmerecido arresto, la sentencia a diez o veinticinco años, los ladridos de los perros de policía, el taconeo de las botas de los guardias de la escolta y el desgarrante ruido del despertar del campo, habían penetrado en cada uno de los resquicios de sus seres, todos los instintos secundarios y hasta los primarios, llegando hasta los mismos huesos. De producirse un incendio, el prisionero despertado de improviso hubiera recordado, primero, que estaba en la prisión, y sólo entonces advertido las llamas y el humo.

Mamurin, el dirigente depuesto, dormía en su celda solitaria. Los guardias que no estaban de turno, dormían. Los guardias que estaban de turno, dormían. La ayudante del médico, después de haberse resistido también gran parte de la noche al teniente de los bigotes cuadrados, había cedido recientemente, y ahora, ellos también, dormían en el estrecho diván del dispensario. Y hasta el pequeño guardia canoso apostado en las puertas de hierro aseguradas con cerrojos que conducían a la prisión desde el descanso de la escalera principal, viendo que nadie venía a controlarlo, y no habiendo recibido respuesta cuando hizo zumbar su teléfono de campaña, también se había dormido con la cabeza apoyada en la pared, sin vigilar ya el corredor de la prisión a través de la ventanilla, como era su cometido.

Y eligiendo resueltamente esa hora en las profundidades de la noche, cuando las normas de la prisión de Mavrino habían cesado de funcionar, el prisionero N° 281, sin hacer ruido, abandonó la habitación semicircular, entrecerrando los ojos por la luz brillante, pisoteando con sus botas las abundantes colillas de cigarrillos esparcidas en el piso. Se había calzado las botas de cualquier manera, sin colocarse los peales y puesto su gastado capote militar sobre la ropa interior. Su barba negra estaba enmarañada. El cabello ralo colgaba a cada lado de su cabeza y su rostro evidenciaba sufrimiento.

Había tratado en vano de dormir. Ahora se levantaba para caminar por el corredor. Había hecho esto más de una vez. Aliviaba su irritación, el agudo dolor de la nuca y el punzante dolor cerca del hígado.

Pero aun cuando abandonara la habitación a fin de caminar, llevaba como siempre, una par de libros, en uno de los cuales guardaba doblado un borrador manuscrito de un "Proyecto para templos cívicos". También llevaba un lápiz con la punta mal sacada. Habiendo colocado los libros, el lápiz, una caja de tabaco rubio y una pipa en una mesa larga y sucia, Rubín comenzó a caminar de arriba a abajo por el corredor, manteniendo su capote cerrado.

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