Hacía tiempo que Innokenty había decidido que entre Dotty y él todo estaba terminado. No podía ser de otra forma, dada su superficialidad, la pequeñez de su estatura moral y el distanciamiento entre ambos. Pero ella estuvo tan afable en la fiesta de su padre, que él se sintió invadido por una ola de cariño hacia ella. Todavía lo sentía cuando volvían en auto a su casa, charlando sobre la fiesta. Mientras Dotty comentaba el inminente casamiento de Clara, la rodeó sin quererlo con su brazo y le tomó la mano. De repente pensó: ¿Si esta mujer nunca hubiera sido su esposa ni su amante, sino que perteneciera a otro y él la hubiera rodeado con su brazo de ese modo, ¿qué estaría sintiendo en ese momento? Era bastante claro: no ahorraría esfuerzos para conseguirla.
Entonces, ¿por qué siendo ella su legítima esposa, le parecía tan vergonzoso desear ese mismo cuerpo?
Era degradante, despreciable, pero exactamente como estaba ahora —arruinada, manchada por otras manos—, ahora, en el mismo instante, lo excitaba tremendamente... tremendamente. Como si tuviera que pasar por una prueba. ¿Qué prueba? ¿Ante quién?
Cuando estuvieron de vuelta en su propio "living", al despedirse, Dotty apoyó de una manera culpable la cabeza, sobre su pecho, le dio un beso torpe en el cuello y se fue sin atreverse a mirarlo. Innokenty se fue a su propio cuarto y se desvistió para irse a dormir. De repente sintió que no podía sin ir al cuarto de Dotty.
En parte era que se había sentido a salvo del arresto en la fiesta; la gente bebiendo, conversando y riendo, le había hecho las veces de una armadura; pero ahora, en la soledad de su estudio, el miedo se apoderó nuevamente de él.
Estaba ante la puerta de su mujer en salida de baño y pantuflas. Todavía indeciso entre golpear o no, empujó suavemente, la puerta con la mano. Dotty siempre había cerrado su puerta con llave por la noche, pero esta vez se abrió en cuanto la tocó. Sin golpear, Innokenty entró. Dotty estaba en la cama, con una colcha de suavísima seda plateada violácea. Hubiera tenido que asustarse pero no se movió. La luz de la pequeña lámpara de la mesita de luz, le daba sobre la cara, el pelo rubio y el camisón del color oro de su cuerpo, donde cada pliegue, cada apertura y las trasparencias del encaje, diseñado por un gran artista, tornaban a la mujer mucho más seductora que si estuviera desnuda.
Hacía bastante calor en el dormitorio, pero éste le resultó agradable a Innokenty; parecía tener escalofríos. Había un débil perfume.
Fue hasta su mesita, cubierta con una tela de color gris humo. Recogiendo una concha marítima, dándole mil y una vueltas entre sus manos, dijo en un tono poco amistoso, sin mirarla: No sé lo que estoy haciendo aquí. No puedo imaginar que pueda haber algo entre nosotros otra vez. (No se le ocurrió hablar y ni siquiera pensar en sus propias infidelidades en Roma). "Pero de repente pensé: ¿Y qué será si voy
Nerviosamente jugueteaba con el caracol y se dio vuelta sólo con la cabeza. Se despreciaba.
Ella deslizó su mejilla y su sien de la almohada y levantó su vista para mirarlo, atenta y tiernamente, aunque apenas lo distinguía en la semioscuridad. Sus brazos parecían desnudos y desvalidos bajo los encantadores pliegues de su camisón. Sostenía levemente un libro en una mano.
—Sólo tírate un minuto aquí, a mi lado, aunque sea —dijo enternecedoramente.
¿Recostarse un ratito? ¿Por qué no? Perdonarle todo lo sucedido era otra cosa.
Era mucho más fácil hablar acostado; por alguna razón podía decir mucho más, podía decir cosas mucho más íntimas, si estaban tirados, con los brazos entrelazados, bajo la misma colcha, que si estaban sentados uno frente a otro, en sillones.
Dio un par de pasos hacia la cama; luego titubeó.
Ella levantó el borde de la frazada y lo sostuvo, descubriendo la caliente profundidad.
Sin darse cuenta de que estaba pisoteando el libro que había caído de entre los dedos de ella, Innokenty se acostó en esa profundidad y la manta lo cubrió.
LA ESPADA AFILADA DE ACERO DE DAMASCO
Al fin dormía toda la