Diez pistolas apuntando a su cabeza no hubieran asustado a Rubin. Tampoco le hubiera arrancado la verdad el confinamiento en la celda fría, ni el exilio a Solovki. Pero no podía, en ese confesionario rojo y negro, mentirle al Partido.
Les dijo cuándo y dónde su primo había pertenecido a la organización de la oposición y lo que había hecho.
La mujer predicadora guardó silencio.
El cortés huésped con zapatos amarillos dijo:
—De manera que, si lo ha entendido bien... —y leyó lo que había escrito en una hoja de papel—. Y ahora, ¡firme aquí! Rubín retrocedió.
—¿Quién es usted? ¡Usted no es el Partido!
—¿Por qué no? — preguntó el huésped ofendido—. También soy un miembro del Partido. Soy un investigador del GPU.
Una vez más Rubín tamborileó en la ventanilla. El guarda, que obviamente había vuelto a despertar, dijo malhumorado:
—Oye ¿para qué golpeas? ¡He llamado qué sé yo cuántas veces, y no contestan!
Los ojos de Rubín ardían de indignación.
—¡Le he pedido que fuera hasta allá, no que llame! ¡Tengo mal el corazón! Quizás muera...
—No morirás —el guardia arrastraba las palabras, conciliador, casi con benevolencia—. Durarás hasta la mañana. Ahora, juzga tú mismo. ¿Cómo puedo marcharme y abandonar mi puesto?
—¿Qué idiota le va a usurpar su puesto? — exclamó Rubin.
—No se trata de que alguien lo usurpe, sino de que las reglamentaciones lo prohíben. ¿No has servido tú en el ejército?
La cabeza de Rubin palpitaba con tanta violencia, que casi llegó a creer que, en verdad, moriría en ese minuto. Viendo su cara contorsionada, el guardia decidió:
—¡Está bien! Retírate de la ventanilla y no llames. Iré hasta allá. Aparentemente se había ido. A Rubin le pareció que su dolor disminuía un poco.
Una vez más comenzó a pasearse pausadamente por el corredor.
Y a través de su mente revivían otros recuerdos que no tenía deseo alguno de despertar. Olvidarlos significaba librarse de ellos.
En seguida de haber dejado la prisión, deseoso de expiar su culpa, a los ojos de los Komsomols y de probar ante sí mismo y la clase revolucionaria que era un elementó útil, Rubin, con un Máuser a la cadera, había partido para colectivizar una aldea.
Cuando hubo corrido descalzo dos millas, intercambiando disparos con campesinos encolerizados, ¿qué pensaba que estaba haciendo? — Por lo menos, ¡estoy luchando en la Guerra Civil! Nada más que eso.
Todo parecía tan perfectamente natural: destapar hoyos llenos de grano enterrado; no permitir a los dueños moler los granos u hornear su pan; no dejarles que extrajeran el agua de los pozos. Y si el hijo de un campesino moría... ¡que muera! Ustedes, demonios hambrientos y sus hijos con ustedes... ¡pero no hornearán pan! Eso no despertaba ninguna piedad en él sino que se hizo tan común como un tranvía en la ciudad, como el solitario carretón que al amanecer, tirado por un caballo exhausto, cruzaba la aterida y letárgica aldea. Un latigazo en una persiana:
—¿Hay muertos? ¡Sáquenlos! Y en la ventana siguiente:
—¿Hay muertos? ¡Sáquenlos!
Y pronto fue
—¡Eh! ¿Vive alguien todavía?
Sintió una presión abrasadora en la cabeza. Como quemado con una marca al rojo vivo. Le quemaba y algunas veces tenía la sensación de que sus heridas eran una expiación, la prisión una expiación, sus enfermedades una expiación.
En consecuencia, su encarcelamiento era justo. Pero desde que ahora comprendía que lo que había hecho era terrible, y que nunca más volvería a hacerlo, y había expiado por ello... ¿cómo podría purificarse de eso? ¿A quién podría decirle que eso no había ocurrido jamás? De ahora en adelante, ¡consideremos que eso no sucedió! ¡Actuaremos como si jamás hubiera sucedido!
¿Qué cosas no drenará una noche de insomnio del alma miserable de un hombre que ha errado?
Esta vez el guardia corrió el vidrio. Había decidido, después de todo, abandonar su puesto. y dirigirse a la jefatura. Sucedió que todo el mundo estaba dormido y no había nadie que levantara el auricular cuando llamaba el teléfono. El sargento a quien había despertado escuchó su informe y lo reprendió por abandonar su puesto; y sabiendo que la ayudante del médico estaba durmiendo con el teniente, no, se atrevió a despertarlos.
—Es imposible —dijo el guardia a través de la ventanilla—. Yo mismo fui e informé. Dicen que es imposible. Tendrá que esperar hasta mañana.
—¡Me estoy muriendo! ¡Me estoy muriendo! — Rubin resolló con dificultad a través de la abertura—. ¡Voy a romper la ventana! ¡Llame al oficial de guardia ahora mismo! ¡Declaro una huelga de hambre!
—¿Qué huelga de hambre? ¿Es que te están alimentando? — objetó con razón el guardia—. En la mañana, a la hora del desayuno, puedes declararla. ¡Vamos, márchate! Llamaré una vez más al sargento.
Rubin tuvo que controlarse. Dominando su náusea y su dolor, trató de caminar otra vez pausadamente por el corredor. Recordó la fábula de Krylov, "La Espada de Damasco". Cuando, estaba en libertad, en alguna forma, se le había escapado el sentido de la fábula, pero en la prisión lo captó: