—¡Qué oleada de dolor en su nuca! ¡Qué presión sentía en la parte baja del lado derecho!
Rubín tamborileó de nuevo con los dedos en la ventanilla. Al segundo llamado apareció el rostro somnoliente del mismo guardia. Corriendo el vidrio, murmuró:
—Llamé, pero no contestan.
Quiso cerrar la ventanilla. Pero Rubín la detuvo con la mano y no lo dejó.
—Bien. ¡Entonces vaya hasta allá! — gritó con la irritación que le provocaba el dolor—. Estoy enfermo, ¿comprende? ¡No puedo dormir! Llame a la ayudante del médico.
—Está bien —asintió el guardia. Cerró la ventanilla.
Una vez más, Rubín comenzó a pasear de uno a otro extremo, midiendo con desesperación el pedazo de corredor salpicado, de restos de colillas de cigarrillos. El tiempo parecía deslizarse con tanta lentitud como sus pasos.
Y más allá de la imagen de la prisión interior de Kharkov —que siempre recordaba con orgullo, aun cuando aquellas dos semanas de confinamiento solitario eran un borrón en sus interrogatorios policiales y en toda su vida, y habían contribuido a su sentencia actual— otros recuerdos ocultos volvían a su mente, llenándolo de vergüenza.
Un día lo habían llamado a la Oficina del Partido, en la fábrica de tractores. Lev se consideraba una de las piedras angulares de la fábrica. Trabajaba con el personal editorial del diario, recorría las tiendas para inspirar a los trabajadores jóvenes e insuflar energía en los más viejos y colocaba boletines referentes a los triunfos de las brigadas elegidas y ejemplos de iniciativas especiales o de trabajos descuidados.
El muchacho de veinte años, vistiendo su camisa de campesino, entró a la Oficina del Partido tan desprevenido como cierto día llegara a la oficina de Pavel Petrovich Postyshév, Secretario del Comité Central de Ucrania. Y, como en aquella ocasión, había dicho simplemente: —¡Hola, Camarada Postyshév! y había sido el primero en extender la mano; esta vez dijo a la mujer de cuarenta años, cuyo cabello cortó estaba cubierto por un pañuelo rojo triangular:
—¡Hola, Camarada Bakhtina! ¿Me llamaste?
—Hola, Camarada Rubín —apretó su mano—, siéntate.
Se sentó.
Había una tercera persona en la habitación, pero no era un trabajador. Llevaba corbata, traje y zapatos amarillos. Estaba sentado hacia un lado, mirando unas notas, pero sin prestarles atención.
La oficina del Partido era severa como un confesionario, decorada en rojo refulgente y sobrio negro.
En cierta forma constreñida y carente de vitalidad, la mujer habló con Lev sobre asuntos de la fábrica que, antes, siempre discutieran con fervor. De pronto, echándose hacia atrás, dijo con firmeza:
—¡Camarada Rubín! Debe usted confesar sus negligencias para con el partido!
Lev quedó atónito. ¿Qué andaba mal? ¿No le había dado al Partido toda su fuerza, toda su salud, noche y día?
—No. ¡Eso no es bastante!
—Pero, ¿qué más puedo dar?
Ahora intervino el extraño. Se dirigió a Rubin tratándolo de usted, lo que hirió su oído proletario: Expresó que Rubín debía declarar al Partido con sinceridad todo lo que supiera acerca de su primo casado... la historia íntegra. ¿Era verdad que su primo había sido miembro activo de una organización opositora y que él había ocultado esto al Partido?
Tenía que decir algo instantáneamente. Ambos lo miraban con fijeza.
A través de los ojos de este mismo primo. Lev había aprendido a ver la Revolución. Había aprendido de él, también, que no todo era tan hermoso y sin problemas como parecía en las demostraciones del 1° de Mayo. En realidad, la Revolución era una primavera... por eso es que había mucho barro que chapotear antes de encontrar una senda firme.
Pero cuatro años habían pasado y las disputas dentro del Partido cesaron. Comenzaban a olvidar la oposición. Habían construido, para bien o para mal, el trasatlántico de la colectivización con los miles de las frágiles y pequeñas embarcaciones campesinas. Los altos hornos de Magnitogorsk estaban vomitando humo y los tractores de las primeras cuatro fábricas de los mismos, estaban abriendo surcos en los campos de las granjas colectivas. Y el "518" y el "1040" estaban detrás de ellos. Objetivamente, todo se estaba haciendo para la mayor gloria de la revolución mundial... ¿Tenía, entonces, sentido, batallar ahora porque se le diera a todos estos grandes hechos el nombre de una persona en particular? (Lev se había obligado a amar hasta ese nombre. Sí, había llegado a amarlo). ¿Por qué, entonces, arrestar a la gente ahora? ¿Por qué vengarse de aquellos que una vez estuvieron en desacuerdo?
—No lo sé. Nunca fue miembro de la oposición —Lev se encontró contestando. Sin embargo, comprendía que si hablaba como hombre adulto, sin romanticismo juvenil, las negativas ya no tenían sentido.
Los gestos de la Camarada Bakhtina eran bruscos y enérgicos. El Partido: ¿puede haber algo superior al Partido? ¿Cómo se puede responder al Partido con negativas? ¿Cómo se puede titubear en confesar al Partido? El Partido no castiga; es nuestra conciencia. Recuerde lo que dijo Lenin.