Admitía que las cosas eran difíciles para todos los prisioneros, tanto para los que habían sido encarcelados sin motivo alguno, como para aquellos que lo habían sido porque eran enemigos del Estado. Pero su situación acá la consideraba trágica en el sentido aristotélico. Había recibido el golpe de las manos de aquellos que más amaba. Había sido encarcelado por burócratas insensibles, porque amaba la causa común hasta un grado inconveniente. Y como resultado de esa trágica contradicción, a fin de defender su propia dignidad y la de sus camaradas, Rubin se vio compelido a alzarse diariamente contra los oficiales y guardias de la prisión, cuyas acciones, de acuerdo a su punto de vista del mundo, estaban determinadas por una ley totalmente verdadera, correcta y progresista. Por otra parte, la mayoría de sus camaradas, no eran camaradas en ningún sentido. En todas partes de la prisión, lo rechazaban, lo maldecían, casi lo atacaban, porque eran incapaces de mirar más allá de sus propias aflicciones y de ver la gran conformidad a la Ley Natural detrás de todo ello. En cada celda, en cada nuevo encuentro, en cada discusión, se vio forzado a probarles —incansablemente, desdeñando, prescindiendo de sus insultos— que, de acuerdo a amplias estadísticas y en el programa general, todo marchaba como debía: la industria estaba floreciendo, la agricultura producía excedentes, la ciencia progresaba a pasos agigantados y la cultura resplandecía como un arco iris.
Sus oponentes, siendo la mayoría, actuaban como si fueran el pueblo y como si él, Rubin, hablara por una pequeña minoría. Pero él sabía que esto era mentira. El
A menudo lo vilipendiaban, no en aras de la verdad, sino para vengar sus propios errores, por no poder hacerlo con sus carceleros. Lo perseguían sin importarles que cada uno de esos conflictos lo destruyeran y lo acercaran cada vez más a la tumba.
Pero él tenía que discutir. En el sector del frente de la
Rubin golpeó la ventanilla de vidrio de la puerta de hierro una, dos veces, la tercera con más fuerza. La tercera vez la cabeza canosa del guardia somnoliento apareció en la ventanilla.
—Me siento enfermo —dijo Rubín—. Necesito remedios. Lléveme a la ayudante del médico.
El guardia pensó un momento.
—Está bien. La llamaré. Rubin continuó paseándose.
Era, en conjunto, una figura trágica.
Había sido encarcelado en este lugar antes que nadie.
Su primo, ya adulto, a quien Lev de dieciséis años veneraba, le había pedido que ocultara algún material de fundición de imprenta. Lev cumplió la orden con entusiasmo. Pero descuidó eludir al muchacho vecino que lo había espiado y delatado. Lev no delató a su primo; inventó una historia diciendo que había encontrado el material de fundición debajo de una escalera.
Mientras caminaba por el corredor, desde un extremo al otro, con su paso medido y pesado, Rubin recordaba su confinamiento solitario en la prisión interior de Kharkov, veinte años atrás.
La prisión interior había sido construida según los lineamientos americanos: un pozo abierto, de varios pisos, con escaleras y descansos de hierro, y un guardia dirigiendo el tráfico desde el fondo, con banderas de señales. Cada sonido retumbaba por la cárcel. Lev podía oír el ruido sordo mientras arrastraban a alguien por la escalera de hierro y, de pronto, un alarido estremecedor sacudía la prisión.
—"¡Camaradas! ¡Saludos desde la helada celda de confinamiento! ¡Abajo con los verdugos estalinistas!"
Lo estaban castigando; se oía ese sonido especial de los golpes sobre la carne blanda. Luego debieron taparle la boca; el alarido se hizo intermitente hasta que cesó por completo. Pero trescientos prisioneros, en trescientas celdas solitarias, se abalanzaron a sus puertas, golpeándolas y rugiendo:
—¡Abajo con los perros sanguinarios!
—¡Están bebiendo la sangre de los trabajadores!
—¡Tenemos otro zar sobre nuestras espaldas!
—¡Viva el leninismo!
Y de pronto, en algunas de las celdas se levantaron voces enloquecidas:
Y la masa invisible de prisioneros, olvidando su propia condición, tronó:
No se les veía, pero como Lev, muchos de los que cantaban tenían sin duda lágrimas de éxtasis en sus ojos.
La prisión zumbaba como un colmenar alarmado. Aferrando sus llaves, los carceleros se amontonaban en las calderas, aterrorizados por el himno inmortal del proletariado.