Pero estaba obligado por las leyes que sobre las discusiones existían en la prisión. Rubín no podía darse el lujo de perder una sola polémica, porque era el paladín de la ideología progresista dentro de la
—Pero, ¿sobre qué vamos a discutir?, — preguntó Rubín, extendiendo las manos—. Ya hemos dicho todo que se puede decir.
—¿Sobre qué vamos a discutir? ¡Te dejo la elección!, — replicó Sologdin con un gesto magnánimo, como quien deja que su adversario elija las armas y el lugar para un duelo.
—Muy bien, elijo:
—Esto no está dentro de las reglas.
Rubin se tiró irritadamente de la barba negra. — ¿Qué reglas? ¿Dónde están? ¿Qué tipo de inquisición es ésta? Entiende primero algo. Para discutir con provecho, tiene que haber una base en común. Tiene que haber, en líneas generales, por lo menos una especie de acuerdo.
—¡Así que de eso se trata! Eso es lo que tú estás acostumbrado a hacer. Sólo puedes defender tus ideas frente a quien las comparte. No sabes discutir como un hombre.
—¿Y para qué quieres discutir conmigo, entonces? Después de todo, no importa en dónde hagamos hincapié, aunque empecemos con cualquier tópico... Por ejemplo, ¿crees que los duelos son lo mejor que se ha inventado hasta ahora, para zanjar, disputas?
—¡Trata de probarme lo contrario!, — respondió Sologdin, resplandeciente de gozo.
—¿Quién osaría calumniar a alguien si los duelos siguieran siendo cosa común? ¿Quién se llevaría por delante al más débil?
Pero los mismos peleadores: ¡Ya sales de vuelta con tus ridículos caballeros andantes! La oscurantista Edad Media, con su estúpida arrogante caballería, con las Cruzadas, ¡esos son los momentos mejores de la historia de la humanidad!
—Fue cuando el espíritu humano transitó por las cumbres más altas, — insistió Sologdin enderezándose—. ¡Un ejemplo magnífico del triunfo del espíritu sobre la materia! ¡Un incesante combate, espada en mano, siempre tendiendo hacia ideales sagrados!
¿Y el pillaje y las caravanas enteras cargadas con riquezas robadas? No eres más que un conquistador cualquiera, ¿te das cuenta?
¡Me halagas!, — contestó Sologdin con aire satisfecho.
—¿Yo halagarte? ¡Qué espanto! — Y Rubin, para evidenciar su horror ante semejante posibilidad, se mesó los cabellos, algo ralos, que le crecían en la mismísima coronilla—. Eres un hartante
—Bueno, ya has visto por tus propios medios cómo son las cosas: ahora dime, ¿sobre qué podemos discutir? ¿Sobre las características del alma eslava, según Khonyakov? ¿Sobre la restauración de los iconos?
—Muy bien, — consintió Sologdin—. Ya es tarde y no voy a insistir en que elijamos un tema importante. Pero vamos a ensayar el procedimiento del duelo con alguna cuestión de poca monta y, al mismo tiempo, agradable. Te daré varias posibilidades para que, de entre ellas, elijas una. ¿Te gustaría tratar algún tema de literatura? Es tu. especialidad, no la mía...
—¿Por ejemplo?
—Bueno, por ejemplo cómo debe interpretarse a Stavrogin.
—Hay decenas de ensayos hechos por críticos que...
—Que no valen un kopeck todos juntos. Los he leído. Stavrogin! ¡Svidrigailov! ¡Kirilov! ¿Podrá alguien realmente entenderlos? ¡Son casi tan complejos e incomprensibles como la gente en la vida real! ¡Qué pocas veces nos es dado conocer a un ser humano a primera vista y cuan pocas llegamos a conocerlo totalmente! Siempre surge algo inesperado. Es por eso que Dostoyevsky es tan grande. Y los estudiantes de literatura creen poder abarcar al ser humano en su totalidad. Es ridículo.
Pero de pronto observó que Rubin estaba por retirarse, pues era un momento en el cual uno de los contrincantes podía abandonar el campo sin que eso supusiera haber aceptado una derrota y dijo en seguida:
—Muy bien. Un tema moral: El significado del orgullo en la vida del hombre.
Rubín se encogió de hombros. Con cara de aburrido, preguntó:
—¿Estamos de vuelta en el colegio secundario?
Se levantó. Era el momento en que uno podía irse con su honor intacto.
—Muy bien. Ahora, bien, un nuevo tema. Por ejemplo..., — le dijo Sologdin tomándolo por los hombros.
—Oh, dale, — contestó Rubín, desembarazándose de él, aunque sin enojo—. No tengo tiempo para chanzas. ¡Y no se puede discutir seriamente contigo! ¡Eres un salvaje! ¡Un hombre de las cavernas! ¡Todo lo que tienes en la cabeza está patas para arriba! Eres el único ser que queda en el planeta que no reconoce las tres leyes de la dialéctica. ¡Y todo lo demás depende de ellas!
Sologdin ignoró la acusación con un gesto de su mano rosada. — ¿Yo, no aceptarlas? Bueno, las acepto ahora.
—¿Qué? ¿Aceptas la dialéctica? — Rubin frunció sus labios gruesos y carnosos, se puso a hacer puchones y le dijo a Sologdin balbuceando intencionalmente:— ¡Mi pollito amoroso! ¡Venga a que le de un beso! ¿Aceptó las leyes de la dialéctica? ¿Sí?