Читаем En el primer cí­rculo полностью

—Ahí estás de vuelta, evitando un honesto debate de hombre a hombre —dijo una voz joven y vigorosa justo abajo suyo—. ¡Como de costumbre, sólo te interesa el andar echando al viento palabras de pájaro, sin sentido!

—¡Y como siempre no estás diciendo nada, sólo proponiendo adivinanzas! ¡El Oráculo! ¡El Oráculo de Mavrino! ¿Qué es lo que te hace pensar que me interesa discutir contigo? Probablemente me resulta tan inútil como tratar de meterle en la cabeza a un viejo campesino la idea de que el sol no gira alrededor de la tierra. Que siga viviendo con las ideas que tiene.

—¡La cárcel es el lugar indicado para discutir! ¿Dónde si no? Del lado de afuera te encerrarían inmediatamente si lo hicieras. ¡Pero aquí se encuentran verdaderos cultores del arte del debate! Y tú declinas la oportunidad, — ¿no es así?

Sologdin y Rubín, absortes en sus eternos desacuerdos, cada cual reacio a retirarse del campo de batalla con miedo de aparecer dándole la razón al otro, estaban todavía en el escenario de lo que había sido la fiesta de cumpleaños que los demás habían abandonado hacía tiempo. Adamson estaba leyendo "El Conde de Monte Cristo". Pryanchikov se había ido a hojear un número viejo de Ogonyekque apareció por alguna parte. Nerzhin acompañó a Kondrashev. Ivanov fue a ver al conserje Spiridon. Potapov, fiel a sus deberes de ama de casa hasta las últimas consecuencias, lavó todos los platos, volvió a colocar las mesitas de luz donde estaban antes, y se había tirado en su cama, tapándose la cara con la almohada para defenderse de la luz y del ruido. Varios ya dormían. Otros leían o charlaban en voz baja. Había llegado la hora en que uno llegaba a dudar si el oficial de guardia no se había olvidado de apagar la luz blanca y encender la azul. Sologdin y Rubín estaban sentados en el catre vacío de Pryanchikov.

Sologdin hablaba con suavidad. Te digo por experiencia que un verdadero debate debe realizarse como un duelo: Se nombra un árbitro, por ejemplo, Gleb Tomamos una hoja de papel y trazamos una vertical por el medio. Arriba, en forma horizontal, se escribe el contenido del debate. Después, cada cual expresa sus puntos de vista sobre la cuestión en forma clara y concisa dentro de su mitad de la hoja. El tiempo que se da para escribir es ilimitado, para evitar los errores accidentales.

—Me estás tomando el pelo, — protestó Rubin con tono somnoliento, bajando los párpados arrugados. Por encima de la barba su cara daba muestras de un gran cansancio—. ¿Qué vamos a hacer, discutir hasta la madrugada?

—¡Muy por el contrario!, — exclamó Sologdin con los ojos brillantes de entusiasmo—. Esa es, en realidad, la característica más sorprendente que posee un verdadero debate hombre a hombre. El peloteo verbal puede durar años. Pero un debate hecho sobre el papeles una cosa finiquitada en diez minutos: en seguida uno se da cuenta de que los contrincantes están hablando de cosas totalmente distintas, o bien que sostienen lo mismo. Si por casualidad, se encuentra que tiene algún sentido proseguir el debate, entonces se procede por turno a escribir los nuevos argumentos en las respectivas mitades de la página. Igualito a un duelo. ¡Una estocada! ¡Se la devuelve! ¡Un tiro! ¡Otro tiro por parte del contrincante! Sin evasiones, sin posibilidad de negar lo dicho, o de cambiar las palabras. Al tercer o cuarto turno, la victoria de uno y la derrota del otro surgen con claridad.

—¿No hay límite de tiempo?

—¿Para sostener la verdad? ¡No!

—Y no nos vamos a batir con floretes.

La refulgente expresión de Sologdin se oscureció. — Ya sabía que iba a ser así. Me estás atacando el primero.

—En mi opinión, si alguien está atacando primero, ¡ese alguien eres tú!

—Me endilgas todo tipo de motes, y conoces bastantes, por cierto: ¡oscurantista! ¡reincidente! ¡adulador profesional! (lo que quería decir lacayo diplomado) ¡clerical! Tienes más palabras injuriosas en tu coleto, que conceptos científicos. Y siempre que yo propongo una discusión honesta, ¡siempre estás desganado, cansado, ocupado!

Sologdin se sentía atraído por la discusión como siempre en las tardes y noches dominicales, que en su horario figuraban como horas de esparcimiento. Más aún, el día de hoy, había sido, en varios aspectos, un día de triunfo.

Rubín, en realidad, estaba muy cansado. Un trabajo nuevo, difícil y muy agradable le esperaba para el día siguiente. Mañana por la mañana, solo, sin ayuda, debía empezar a crear todo un nuevo campo dentro de la ciencia, y quería conservar sus energías. También tenía cartas que escribir. Sus diccionarios mongol-finlandés, español-árabe, y varios otros le esperaban allí sobre la mesa. Y con ellos, Chapek, Hemingway, Upton Sinclair. Además de todo eso, y gracias a la parodia de juicio, a las pullas molestas de sus vecinos y a las fiestas de cumpleaños, no había podido terminar un proyecto de gran importancia cívica.

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