—Ahí estás de vuelta, evitando un honesto debate de hombre a hombre —dijo una voz joven y vigorosa justo abajo suyo—. ¡Como de costumbre, sólo te interesa el andar echando al viento palabras de pájaro, sin sentido!
—¡Y como siempre no estás diciendo nada, sólo proponiendo adivinanzas! ¡El Oráculo! ¡El Oráculo de Mavrino! ¿Qué es lo que te hace pensar que me interesa discutir contigo? Probablemente me resulta tan inútil como tratar de meterle en la cabeza a un viejo campesino la idea de que el sol no gira alrededor de la tierra. Que siga viviendo con las ideas que tiene.
—¡La cárcel es el lugar indicado para discutir! ¿Dónde si no? Del lado de afuera te encerrarían inmediatamente si lo hicieras. ¡Pero aquí se encuentran verdaderos cultores del arte del debate! Y tú declinas la oportunidad, — ¿no es así?
Sologdin y Rubín, absortes en sus eternos desacuerdos, cada cual reacio a retirarse del campo de batalla con miedo de aparecer dándole la razón al otro, estaban todavía en el escenario de lo que había sido la fiesta de cumpleaños que los demás habían abandonado hacía tiempo. Adamson estaba leyendo
Sologdin hablaba con suavidad. Te digo por experiencia que un verdadero debate debe realizarse como un duelo: Se nombra un árbitro, por ejemplo, Gleb Tomamos una hoja de papel y trazamos una vertical por el medio. Arriba, en forma horizontal, se escribe el contenido del debate. Después, cada cual expresa sus puntos de vista sobre la cuestión en forma clara y concisa dentro de su mitad de la hoja. El tiempo que se da para escribir es ilimitado, para evitar los errores accidentales.
—Me estás tomando el pelo, — protestó Rubin con tono somnoliento, bajando los párpados arrugados. Por encima de la barba su cara daba muestras de un gran cansancio—. ¿Qué vamos a hacer, discutir hasta la madrugada?
—¡Muy por el contrario!, — exclamó Sologdin con los ojos brillantes de entusiasmo—. Esa es, en realidad, la característica más sorprendente que posee un verdadero debate hombre a hombre. El peloteo verbal puede durar años. Pero un debate hecho
—¿No hay límite de tiempo?
—¿Para sostener la verdad? ¡No!
—Y no nos vamos a batir con floretes.
La refulgente expresión de Sologdin se oscureció. — Ya sabía que iba a ser así. Me estás atacando el primero.
—En mi opinión, si alguien está atacando primero, ¡ese alguien eres tú!
—Me endilgas todo tipo de motes, y conoces bastantes, por cierto: ¡oscurantista! ¡reincidente! ¡adulador profesional! (lo que quería decir lacayo diplomado) ¡clerical! Tienes más palabras injuriosas en tu coleto, que conceptos científicos. Y siempre que yo propongo una discusión honesta, ¡siempre estás desganado, cansado, ocupado!
Sologdin se sentía atraído por la discusión como siempre en las tardes y noches dominicales, que en su horario figuraban como horas de esparcimiento. Más aún, el día de hoy, había sido, en varios aspectos, un día de triunfo.
Rubín, en realidad, estaba muy cansado. Un trabajo nuevo, difícil y muy agradable le esperaba para el día siguiente. Mañana por la mañana, solo, sin ayuda, debía empezar a crear todo un nuevo campo dentro de la ciencia, y quería conservar sus energías. También tenía cartas que escribir. Sus diccionarios mongol-finlandés, español-árabe, y varios otros le esperaban allí sobre la mesa. Y con ellos, Chapek, Hemingway, Upton Sinclair. Además de todo eso, y gracias a la parodia de juicio, a las pullas molestas de sus vecinos y a las fiestas de cumpleaños, no había podido terminar un proyecto de gran importancia cívica.