Habiendo conseguido, en una forma u otra, ajustar el televisor en forma que anduviera aceptablemente y sintiéndose orgullosa de su hazaña, Clara emergió del cuarto semioscuro para entrar en el "living" y se paró de manera que Lansky la viera en seguida. La miró bien y llegó a la conclusión de que era bonita— sí, tenía una buena figura y, en general, le gustaba bastante—. Le sonrió con sus ojos claros, mientras cantaba la última estrofa, en la cual el trío original era acompañado por la mitad del público.
Acababan de oírse las últimas palabras, cuando de algún lugar cercano surgió como un siseo y todo el departamento quedó sumido en tinieblas.
—¡Una explosión! — comentó alguien y toda la concurrencia largó una carcajada. Cuando se calmó un poco la risa, otro hizo el típico chiste de la oscuridad—: "¡Mika! ¿Qué haces? ¡No es Lyusia, soy yo!
Todos volvieron a reír y a charlar como si nada hubiera sucedido. Aquí y allí algunos prendían fósforos. En seguida los apagaban o los dejaban caer al suelo encendidos.
Entraba algo de luz por las ventanas. Desde el zaguán, la mucama informó a su ama: "¡Las luces de las escaleras están prendidas!"
—¿Dónde está Zhenka? ¡Zhenka! ¡Ven a arreglar la luz!
—Zhenka no puede ir a arreglar nada —alguien contestó con voz firme y sombría.
—¡Llamen al electricista! — ordenó la mujer del fiscal desde el comedor—. ¡Clara, llama a los de la electricidad!
—¡Dejen a Clara donde está! ¿Para qué queremos un electricista? Ella lo puede arreglar sola.
—Seguramente es culpa del televisor —señaló Clara.
—¿Qué tontería es esa, jóvenes? — preguntó con severidad la mujer del fiscal desde la oscuridad—. ¿Quieren que mi hija se electrocute? Por favor, el que quiera arreglar las luces, puede hacerlo. Si no tendremos que llamar al electricista.
Hubo un silencio bastante penoso.
Se dijo que el inconveniente estaba en el televisor. O si no, en los tapones, que cierran algo en el cielorraso. Pero nadie de entre los presentes, estos útiles miembros de la sociedad, estos hijos del siglo veinte, ofreció su ayuda. Ni el diplomático, ni el escritor, ni el crítico literario, ni el joven oficial de la importante institución estatal. Ni el actor, ni el "guardia fronterizo" de la M.V.D., ni el estudiante de derecho. Fue el soldado del frente, el de las rudas botas, cuya presencia parecía superflua a algunos, el que tomó la palabra.
—Permítame ayudarla, Clara Petrovna. Por favor, desenchufe el televisor.
Shchagov se dirigió hacia el pasillo de entrada; las muchachas de Bashkir, tratando de contener la risa producida por la nerviosidad del momento, lo iluminaron con velas. Las chicas habían sido elogiadas por la dueña de casa y se les había prometido diez rublos más de lo convenido. Estaban contentas con su trabajo y tenían esperanzas de que, antes de la primavera, habrían juntado suficiente dinero como para comprarse linda ropa, encontrar maridos en la ciudad y no tener que volver a casa.
Cuando las luces se prendieron nuevamente, Clara ya no estaba entre el grupo de invitados. Aprovechando las ventajas de la oscuridad, Lansky se la había llevado hacia un pasadizo que no conducía a ninguna parte. Allí estuvieron conversando, escondidos detrás de un armario. Lansky ya la había convencido de que aceptara su invitación para recibir el Año Nuevo juntos en el restaurante "Aurora". Se complacía pensando que esta chica burlona e inquieta se convertiría quizás en su esposa. Sería su crítica y compañera, que no le permitiría decaer ni fracasar. Se inclinó a besarle las manos y los puños bordados de las mangas.
Clara miró hacia abajo, y vio la cabeza inclinada de Lansky; la emoción la ahogaba. No era culpa suya que el otro hombre y éste no fueran una misma y única persona, sino dos seres distintos. Como tampoco era culpa suya el que ya estuviera en el período de completa madurez y que estaba destinada, por las implacables leyes de la naturaleza, a caer, como una manzana en septiembre, en las manos del primero que quisiera tomarla.
UN DUELO ANTIRREGLAMENTARIO
Solo en su alto camastro, con el cielorraso por encima de él como la bóveda celeste, Ruska ardía de felicidad. Medio día había trascurrido desde que recibiera el beso que lo conmoviera inmensamente, y todavía se sentía reacio a borrar las huellas de esa sensación en su boca dichosa con la comida o la charla insulsa.
—Después de todo, tú no serías capaz de esperarme, — le había dicho.
Y ella había contestado: —¿Por qué no? Yo podría.