—¡Nera, Nera! — llamó Galakhov—. Ven a darnos una mano. Vamos a cantar "El canto de los corresponsales del frente".
Cuando sus dientes parejos y blancos brillaban, en su cara morena, desaparecía la apariencia fláccida de sus mejillas.
Dinera se apresuró a unirse a ellos.
—¡Claro que sí, amigos! — dijo asintiendo con la cabeza—. ¡Yo también soy una veterana del frente!
Apagaron el tocadiscos y los tres se pusieron a cantar, poniendo mucha sinceridad para llenar el vacío que dejaba su calidad musical:
Todos se reunían a escuchar. Los jóvenes miraban con curiosidad al hombre famoso con quien uno no se encontraba todos los días.
Desde que habían empezado a cantar, Shchagov, aunque permanecía con la sonrisa en los labios, se había enfriado por dentro. Un sentimiento de culpabilidad le invadió a causa de su inopinado entusiasmo, culpabilidad frente a aquellos que no estaban aquí, aquellos que en el 41 tragaban el agua del Dniéper, que en el cuarenta y dos se alimentaban royendo hojas de pino, en la selva de Novgorod. Alexei Lansky era un tipo divertido y Nikolai Galakhov era un escritor de renombre, pero, por lo visto, conocían poco aquel frente que habían convertido en algo sagrado. Aun los corresponsales más atrevidos, aquellos que se habían arrastrado hasta los quintos infiernos (que ciertamente no eran la mayoría), eran tan distintos del grueso de la tropa, como un conde que ara la tierra es distinto de un campesino labrador. Los corresponsales no estaban sujetos a la disciplina militar, ni a las órdenes y reglamentos castrenses. Nadie les podía recriminar una conducta que se castigaba como traición en un soldado: ceder al pánico, huir del campo de batalla; en una palabra, salvar sus vidas. De aquí el abismo existente entre la psicología del soldado raso cuyas botas se aferraban al suelo sin importar lo avanzado de su puesto, que, sin tener donde guarecerse, lo más probable era que en cualquier momento dejara su vida en el campo de batalla, y el corresponsal que, con sólo desplegar sus alitas podía estar dos días después en su departamento de Moscú.
Eso de haber entrado primero en la ciudad, era eco de ciertas anécdotas que corrían sobre unos periodistas que, al leer mal su posición en un mapa, se metieron en la tierra de nadie por un camino en buen estado —un Emka no podía haberlo hecho en otro tipo de camino— y fueron a dar a una ciudad no ocupada, sólo para virar en redondo y volver tan rápido como les fue posible en cuanto comprendieron su error.
Mientras jugueteaba distraídamente con la mano de su esposa, Innokenty escuchaba. El también tenía ideas propias sobre el significado del canto. No tenía experiencia de la guerra, pero conocía a la perfección cuál era la situación del reportero. No tenía nada que ver con el desdichado reportero del cual contaban los padecimientos, un corresponsal cuya vida era poco valiosa, que podía perder su puesto si tardaba en comunicar los hechos sensacionales. En verdad, lo único que debía hacer el corresponsal era mostrar sus credenciales de prensa, y se lo recibía como a un dignatario importante, frente a quien se trata de ocultar las deficiencias y aumentar los méritos de la organización. Dondequiera que hiciera su aparición se lo trataba casi con la misma deferencia como si tuviera el derecho de impartir órdenes. Y el éxito de un corresponsal no dependía de la rapidez y precisión de sus notas, sino de que presentara los hechos correctamente interpretados, según las directivas oficiales. Observando la línea prescripta, el corresponsal, evidentemente, no tenía por qué correr hacia el peligro, ya que los hechos se pueden interpretar con la misma habilidad en la retaguardia, generalmente considerada como una zona más segura y confortable.