Читаем En el primer cí­rculo полностью

Shchagov se mantenía rígido, sin dignarse asumir una actitud de reverencia. Su nariz, grande y recta y su fisonomía amplia, contribuían a darle una apariencia de franqueza.

El famoso escritor, por otra parte, cuando vio las medallas, las condecoraciones y los brazaletes que atestiguaban que había sido herido en acción, le ofreció un sincero apretón de manos. "Mayor Galakhov", se presentó sonriendo. "¿Dónde ha combatido? Venga, siéntese y cuéntenos."

Se sentaron en e[sofá, apretujándose junto a Innokenty y a Dotty. Querían que Lansky se sentara también junto a ellos, pero él hizo un gesto misterioso y desapareció; ciertamente, veteranos del frente no podían reunirse sin un trago. Shchagov comenzó a explicar que sé había hecho amigo de Lansky un día de terrible jaleo en Polonia, el 5 de septiembre de 1944, cuando las fuerzas rusas, a marchas forzadas, irrumpieron sobre el Narev y lo atravesaron —Dios sabe cómo— ¡sobre troncos! Sabían que lo iban a hacer fácilmente el primer día, pero pagarían cara una demora. Después se abrieron camino por entre los alemanescomo demonios, haciendo una brecha de sólo un kilómetro de ancho; en ese momento, los alemanes se apresuraron a encerrarlos con trescientos tanques por el norte y doscientos tanques por el sur.

Cuando empezaron los cuentos de guerra, Shchagov abandonó el lenguaje que usaba todos los días en la Universidad y Galakhov el idioma de las oficinas editoras en las reuniones y, sobre todo, el lenguaje deliberadamente calculado en que escribía sus libros. Y ambos dejaron de lado la forma de hablar que acababan de usar en la mesa, ya que se tornaba imposible trasmitir el espíritu ardoroso del frente por medio de un habla tan pulida y cautelosa. Después de las primeras frases, la corrección de su lenguaje había disminuido, y se oyeron injurias imposibles en aquel lugar.

En ese momento, Lansky apareció con tres copas tornasoladas y una botella de "cognac" a medio tomar. Acercó una silla y se sentó, en una posición desde la cual podía ver a ambos interlocutores. Cada cual tomó una copa y él sirvió la primera vuelta.

—¿Por la amistad entre los soldados? — brindó Galakhov parpadeando. Y todos vaciaron sus copas.

—¡Todavía queda un poco más aquí! — dijo Lansky poniendo la botella, cerca de la luz y agitándola con un gesto de reproche. En seguida repartió el resto.

—¡Por los que no volvieron! — propuso Shchagov, elevando su copa.

Y tomaron la segunda vuelta. Lansky echó una mirada furtiva a su alrededor y habiéndose cerciorado de que nadie lo veía, escondió la botella vacía detrás del sofá.

La nueva dosis de alcohol se mezcló con la anterior.

Lansky llevó la conversación a la parte en que él había intervenido en los acontecimientos. Contó cómo, en esa jornada memorable, él, un joven corresponsal de guerra que había salido de la universidad hacía sólo un par de meses, partió por primera vez para el frente; cómo había pedido que lo llevaran en un camión (un camión que trasportaba minas antitanques para Shchagov, cómo habían viajado bajo el fuego de los morteros alemanes desde Dlugosedlo a Kabat, a través de un corredor tan angosto, que el fuego que hacían los alemanes "del norte", producía bajas en los alemanes "del sur"; cómo ese mismo día, en ese mismo lugar, un general ruso que volvía al frente después de gozar de una licencia en su hogar, se metió inadvertidamente con su jeep en medio de las filas alemanas, y nunca se lo volvió a ver.

Innokenty, que había estado escuchando atentamente la conversación, les preguntó cómo dominaban el miedo a la muerte. Lansky ya estaba enardecido y contestó sin titubear que, en momentos tan terribles, la muerte deja de ser problema porque uno se olvida de ella. Shchagov enarcó las cejas y ofreció su punto de vista al respecto.

—Uno no le tiene miedo a la muerte hasta que llega. Al principio uno no le tiene miedo a nada, hasta que te hieren, y entonces, sientes miedo de todo. Pero el consuelo consiste en que la muerte no nos atañe personalmente. Mientras uno existe, la muerte no lo toca, y cuando viene, uno deja de existir.

Alguien había puesto el disco "Que me devuelvan a mi nena".

Para Galakhov los recuerdos de Shchagov y Lansky carecían de interés. En primer lugar, porque no había tenido nada que ver con la operación que comentaban, no conocía Dlugosedlo, Kabat ni Nove-Myasto y, en segundo término, porque él no había sido un insignificante corresponsal como Lansky sino un corresponsal "estratégico". No veía las batallas desde la tabla podrida de un puente o desde los campos de cáñamo que crecían en la vecindad de algún pueblo, sino a grandes rasgos, ayudado por la concepción estratégica de la batalla hecha por un general o un mariscal.

Galakhov interrumpió la conversación.

—¡Sí, eso sí que es la guerra! Entramos como simples habitantes de la ciudad y salimos con corazones de acero.

—Alexei, ¿cantaban ustedes "El canto de los corresponsales del frente" en el lugar donde estaban?

—Por supuesto que lo hacíamos —dijo Lansky, empezando a tararearlo.

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