—¡De todos modos!... —clamó Radovich, pero se contuvo. Este era el límite después del cual una amistad que había comenzado en un destacamento de la guardia Roja hacía treinta años, podía desaparecer. Este era el límite detrás del cual Pyotr Makarygin podía no convertirse en un fiscal.
Radovich se redujo nuevamente a la dimensión de un insignificante hombrecillo de cara apergaminada.
—Bueno, termina con lo que ibas a decir, ¡reaccionario! — insistió Makarygin con voz hostil—. ¿Quieres decir que un régimen semi-fascista como el de Yugoeslavia es un gobierno socialista? ¿Que lo que tenemos aquí es una aberración? ¿El fin de la Revolución? Estas son acusaciones viejas. Y los que osaron pronunciarlas están ahora en el otro mundo. Lo único que te has olvidado de decir es que estamos destinados a perecer en la lucha con el mundo capitalista. ¿Eso es lo que quieres decir?
—¡No, no, por supuesto que no! — dijo Radovich animado por su renovada convicción, con la cara iluminada por una profética visión del futuro—. Eso nunca sucederá. El mundo capitalista está condenado a la ruina a causa de sus tremendas contradicciones. Y como los del Comintern predijeron, creo firmemente que pronto seremos testigos de un conflicto armado entre América e Inglaterra por la posesión de los mercados mundiales.
CÓMO ENTRARON PRIMERO EN LAS CIUDADES
En el "living" estaban bailando al compás de la música que salía de un enorme combinado. Makarygin tenía una nutrida discoteca que ocupaba todo un aparador, en la que se encontraban los discursos del Padre de los Pueblos, con su pronunciación penosa y lenta, sus mugidos y su peculiar acento. (Estos discos se encontraban en todos los hogares socialmente ortodoxos, pero los Makarygin, como cualquiera en su sano juicio, jamás les escuchaban). También había canciones como "El más amado", y otras que versaban sobre los aviones que "están primero" y las chicas "sólo después". (Pero, hubiera sido tan absurdo escuchar estos cantos en esa casa como hablar en serio de los milagros bíblicos en el salón de un aristócrata). Los discos que se tocaban en ese momento venían del exterior, y no se los podía conseguir en los negocios, ni los pasaban por la radio. Entre ellos había hasta unos cuantos del emigrado Leschenko.
En el cuarto contiguo la luz difusa estaba apagada. Clara había prendido el televisor. En esa pieza también había un piano en el que nadie había tocado desde el día en que se lo compró y el brillante pedazo de tela que lo cubría nunca se había quitado. Los aparatos de televisión recién habían aparecido y la pantalla de éste no era mucho más grande que un sobre. La imagen estaba como manchada y se negaba a estarse quieta.
Dado que era ingeniera en radio, Clara debía haber sido capaz de resolver el problema por su cuenta, pero prefirió apelar a Zhenka, el cual, aunque en ese momento se encontraba bastante borracho, conocía bien su oficio. (Su trabajo cotidiano consistía en silenciar con una enorme estación de radio a las emisiones extranjeras). Aunque se tambaleaba un poco, todavía tenía Suficiente lucidez como para ajustar el televisor antes de sumirse definitivamente en su progresiva borrachera.
En el "living", una puerta de vidrio se abría sobre el balcón. Las cortinas de seda estaban recogidas, de modo que el cuarto tenía una animada vista sobre las Puertas de Kaluga, los faros de los autos, las luces coloradas y verdes de los semáforos, las señales rojas de "Pare", todo bajo la nieve que continuaba cayendo y cayendo...
El cuarto estaba demasiado lleno de muebles para que ocho parejas bailaran al mismo tiempo, de manera que lo hacían por turno. Formaban un interesante contraste las actitudes alegres de las chicas, la expresión deseosa de agradar del teniente de la M.V.D., y la suave sonrisa de Lansky, que parecía pedir disculpas por dedicarse a un pasatiempo tan trivial. El joven asesor informante bailó sólo con Dinera hasta que, al final, deleitándose de su turbación, ésta le ordenó que se fuera a conseguir otra pareja. Durante toda la velada, una joven esbelta y agradable, una de las compañeras de estudio de Clara, no le había sacado la vista de encima al joven oficial del Soviet Supremo. Él generalmente, se apartaba de la juventud intrascendente; sin embargo, halagado por las atenciones de que había sido objeto, decidió premiar a esta flacucha con una pieza. Un paso doble empezó a oírse, y al poco tiempo hubo una moción general a favor de un descanso.
Una de las mucamas bashkirianas empezó a servir helados.