Con todo, no había otra salida, y Adamson aceptó. Nerzhin le dijo que la celebración comenzaría entre las literas de Potapov y Pryanchikov dentro de media hora, tan pronto como Potapov terminara de preparar la crema.
Mientras hablaban, Nerzhin advirtió lo que leía Adamson y le dijo: —Yo también tuve oportunidad de leer Montecristo en la prisión, pero no pude terminarlo. Observé que aun cuando Dumas trata de crear un sentimiento de horror, describe el Castillo de If como una prisión completamente patriarcal. No hablemos de su omisión de algunos lindos detalles, como el acarreo diario del balde de la letrina a la celda, acerca del cual nada dice Dumas, con la ignorancia del hombre libre. Es fácil darse cuenta por qué Dantés pudo escapar. Durante años nadie revisó su celda, siendo que deben ser registradas todas las semanas. Por eso no fue descubierto el túnel. Y nunca cambiaban los destacamentos de guardias, cuando la experiencia enseña que deben ser relevados cada dos horas, para que uno controle al otro. En el Castillo de If no entraban a las celdas y las examinaban días enteros. Ni siquiera tenían mirillas, de modo que If no era de ningún modo una cárcel, sino un lugar de recreo junto al mar. Incluso, dejaban en la celda un tazón de metal, con el cual Dantés podía excavar el suelo. Por último, cosieron confiadamente a un hombre muerto en una bolsa sin quemarlo en la morgue con hierros al rojo ni traspasarlo con bayonetas en la guardia. Dumas debió ajustar los recaudos en vez de oscurecer la atmósfera.
Nerzhin nunca leía un libro por simple entretenimiento. Buscaba aliados y enemigos y extraía de los libros un juicio preciso, que luego trataba de imponer a los demás.
Adamson le conocía esta costumbre molesta y escuchaba sin levantar la cabeza de la almohada, mirándolo con calma a través de sus anteojos rectangulares.
—Bueno, iré, — dijo, y poniéndose más cómodo, volvió a su lectura.
INSIGNIFICANCIAS CARCELARIAS
Nerzhin fue a ayudarlo a Potapov en la preparación de la crema. Durante sus años de hambre como prisionero de los alemanes y en las cárceles soviéticas, Potapov había aprendido que el proceso de masticar no es algo vergonzoso ni despreciable, sino una de las experiencias más deliciosas de la vida, que revela la esencia misma de nuestra existencia.
recitaba este notable ingeniero ruso, que había dedicado su vida a los trasformadores con capacidad de miles de kilovatios.
Cómo Potapov era uno de esos ingenieros cuyas manos son tan rápidas como su inteligencia, se convirtió en seguida en un excelente cocinero: en el "Kriegsgefangelageren", solía preparar torta de naranja sólo con peladuras de patatas, y en la
Precisamente ahora se estaba afanando sobre dos mesas de noche arrimadas, entre su litera y la de Pryanchikov. El colchón de arriba cortaba la luz del techo y creaba una agradable penumbra. A causa de la forma semicircular del cuarto (con las literas colocadas a lo largo de los radios), el pasillo era angosto en el eje y se ensanchaba hacia la ventana. El macizo antepecho de la ventana, de cuatro ladrillos y medio de espesor, también era utilizado por Potapov. Latas, cajas plásticas y tazones estaban colocados por todas partes. Potapov solemnemente, ritualmente, batía leche condensada, chocolate y dos huevos (algunos de estos ingredientes provenían de Rubin, que frecuentemente recibía paquetes de su casa y siempre los compartía) convirtiéndolos en algo que no tenía nombre en el lenguaje humano. Rezongó a Nerzhin por llegar tarde y le ordenó que improvisara dos copitas, (habiendo ya juntado una tapa de termo y dos pequeños vasos de laboratorio de química, los armó Potapov mismo con el papel manteca a la manera de los envases de helados que se venden en las heladerías). Nerzhin le propuso pedir prestadas dos tazas de afeitar y enjuagarlas con agua caliente.
Un sereno ambiente de reposo dominical se había instalado en el cuarto semicircular. Algunos "zeks" conversaban, sentados o acostados en sus literas; otros leían, mientras jirones de conversación volaban de un lado a otro. Otros yacían silenciosos con las manos atrás de la cabeza, mirando el techo.
Todos los sonidos se unían en una sola distancia.
El especialista en vacío Zemélya ocupaba complacido su litera superior: descansaba en calzoncillos, frotándose el pecho velludo, con su invariable sonrisa benévola, mientras le contaba una historia a Mishka Mordvin, a dos pasillos de por medio.
—Si quieres saber la verdad, comencé con medio kopeck.
—¿Cómo fue eso?,
—Bueno, antes, en 1926, en 1928 —cuando era un niño— había un letrero sobre las ventanillas de los cajeros: "Pida su vuelto hasta el medio kopeck". Existía realmente esa moneda, una pieza de medio kopeck. Los cajeros la entregaban sin una palabra. Era en el tiempo del NEP, casi época de paz.
—¿No había guerra?