En veinte años de exilio, prisiones para investigación, celdas solitarias, campos de concentración y
El juicio recién representado estaba dedicado al sino de los prisioneros de guerra, soldados soviéticos primeramente conducidos al cautiverio por ineptitud de sus generales y después abandonados fríamente por Stalin, para ser aniquilados por el hambre; los prisioneros integraban la oleada de los años 1945 y 1946. Adamson admitía teóricamente la tragedia que los había sacudido; pero, con todo, era una sola ola de prisioneros, una de tantas y ni siquiera la más notable. Los prisioneros eran interesantes porque habían visto muchos países extranjeros (y por lo tanto quedaban automáticamente convertidos en "falsos testigos vivientes", como los llamaba jocosamente Potapov). Pero, de cualquier manera, su ola era gris, pardusca. Eran víctimas infortunadas de la guerra y no hombres que hubieran elegido la lucha política como objetivo de su vida.
Cada oleada de "zeks" arrestada por el NKVD, como todas las generaciones humanas, tenía su historia y sus héroes.
Era difícil que una generación comprendiera a la otra.
Adamson consideraba que la gente que estaba en ese cuarto no podía compararse con los gigantes que, como él, habían elegido voluntariamente el exilio en el Yemisei, en vez de retractarse de lo dicho en las reuniones del Partido para mantener el confort y la prosperidad. Todos habían tenido esa opción. No habían aceptado la perversión y la desgracia de la Revolución, sino que se ofrecieron al sacrificio por su purificación. En cambio, esta tribu de jóvenes desconocidos, treinta años después de la Revolución de octubre, había entrado en la cárcel con blasfemias campesinas, repetían lo mismo por lo cual hubieran sido fusilados durante la Guerra Civil.
De modo que Adamson, que no era personalmente hostil a ninguno de los ex-prisioneros en general, no aceptaban esta clase de gente.
Además (como él mismo se lo aseguraba), desde hace tiempo había perdido interés en los temas de los prisioneros, en sus confesiones, y en la narración de lo que habían visto. No tenía la curiosidad de la juventud sobre lo que se decía en el otro rincón de la celda. Había perdido también el entusiasmo por el trabajo. No estaba en contacto con su familia porque no era de Moscú, nunca recibía visitas y las cartas censuradas que le llegaban a la
No había leído "El Conde de Montecristo" en la "taiga" de Yenisei en 1929, veinte años atrás. En Angora, en el perdido pueblo de Doshchany, hacia el cual se llegaba por camino de trineo de 300 km. de largo a través de la "taiga", se reunían de otros lugares aún más recónditos —bajo el pretexto de festejar el Año Nuevo— para una conferencia de deportados donde se discutía la situación interna e internacional del país. La temperatura bajaba más grados bajo cero. Una estufa provisoria que funcionaba en un rincón, porque la habitual estaba descompuesta, no podía de ninguna manera entibiar la espaciosa cabaña siberiana. Las paredes estaban traspasadas de frío. De vez en cuando, los troncos crepitaban como disparos en el silencio de la noche.
La conferencia fue abierta por Satanevich con un informe sobre la política del Partido en las aldeas. Se quitó la gorra, liberando su pelo oscuro y ondulado, pero conservó su abrigo de cuero de oveja con su libro de dicción inglesa eternamente sobresaliendo del bolsillo. — "Uno siempre debe entender al enemigo", — explicaba. Satanevich siempre actuaba como jefe. Después fue muerto a tiros, según parece, en la huelga en el campo de concentración de Vorkuta. Pero cuanto más apasionadamente eran discutidos los informes, más se desintegraba la unidad de este frágil puñado de deportados. No eran dos o tres las opiniones, sino que cada uno tenía la suya. De mañana, fatigosamente, el parte oficial de la conferencia se cerraba sin llegar a una decisión.