En la última litera, cerca de las puertas, había comenzado una discusión que pudo llevar a una pelea y al derramamiento de sangre, aunque no dañaba los intereses de nadie. El operario del torno se había puesto a conversar con el electricista, y llegaron al tema de Sestroretsk; de allí fueron a las estufas y la calefacción en las casas de Sestroretsk. El operario había vivido allí un invierno y recordaba claramente la clase de estufas que tenían. El electricista nunca había estado, pero su cuñado había sido un instalador de estufas de primera clase y había colocado estufas, particularmente en Sestroretsk. El electricista describía una estufa totalmente opuesta a la que recordaba el operario. Su disputa, que comenzó como una discusión cualquiera, ya había llegado a la etapa de las voces descontroladas y los insultos personales. Ya tapaba todas las otras conversaciones en el cuarto. Cada uno de los rivales sufría por la imposibilidad de demostrar que tenía razón. Buscaron en vano un tribunal de arbitraje, hasta que, súbitamente, recordaron que el portero Spiridon era entendido en estufas y pensaron que, por lo menos, diría al otro que los absurdos artefactos que él imaginaba no existían en Sestroretsk ni en ninguna otra parte. Casi corriendo salieron a buscar al portero, con el consiguiente alivio del resto del cuarto.
Pero en su apuro olvidaron cerrar la puerta, y otra disputa, no menos violenta, explotó desde el corredor. ¿La mitad del siglo veinte debía ser festejada el 1° de enero de 1950 o el 1° de enero de 1951? La discusión, evidentemente, había durado un rato y partía de esta pregunta: ¿El veinticinco de qué año había nacido Cristo, o al menos se suponía que había nacido?
La puerta fue cerrada de golpe. El ruido ensordecedor desapareció. El cuarto quedó en silencio y se pudo oír a Khorobrov. diciéndole al dibujante calvo de la litera de encima:
—Cuando nuestros hombres zarpen en el primer viaje a la luna, habrá naturalmente una sesión final junto al cohete antes de la partida. La tripulación aceptará economizar combustible, batir el "record" de velocidad cósmica, no detenerse en el espacio para reparaciones en vuelo, y ejecutar el "aterrizaje" con un nivel de "bueno" o "excelente". Uno de los tres miembros de la tripulación será un funcionario de conducción política. Durante el vuelo instruirá al piloto y al navegador en los usos políticos de los viajes espaciales y les pedirá declaraciones para los periódicos "murales".
Pryanchikov oyó esta predicción mientras corría a través del cuarto con toalla y jabón. Con un movimiento de ballet saltó hacia Khorobrov y, frunciendo el ceño le dijo: —¡Ilya Terentich!, déjame asegurarte que no será así.
—¿Y cómo será?
Pryanchikov puso misteriosamente un dedo sobre sus labios, como en una cinta de detectives. "Los americanos estarán antes en la luna".
Estalló en una risa clara e infantil y se fue corriendo.
El grabador estaba sentado cerca de Sologdin, manteniendo una apasionante conversación sobre mujeres. El grabador tenía cuarenta años y, aunque su cara era joven, se le veía el cabello casi completamente gris, lo cual lo favorecía.
Hoy estaba de excelente humor. Es cierto que había cometido un error esa mañana, y se había comido el cuento corto que había escrito, cuando, según resultó después, podía haberlo pasado a través de la revisación y habérselo entregado a su esposa. Pero se había enterado que ésta había mostrado sus primeros cuentos cortos a varias personas de confianza, que estaban encantadas con ellos. Por supuesto, el elogio de parientes y amigos puede ser exagerado, pero ¿dónde es posible encontrar una opinión imparcial? Ya fuera que lo hiciera bien o mal, el grabador estaba preservando para siempre la verdad de lo que hizo Stalin con millones de prisioneros de guerra rusos, el llanto de sus almas. Estaba orgulloso y satisfecho de esto y tenía la firma decisión de seguir escribiendo. La visita en sí había resultado muy buena hoy. Su fiel esposa lo había esperado, había peticionado su liberación y pronto conocerían el resultado favorable de sus gestiones.
Buscando un desahogo para su euforia, le estaba contando una larga historia a Sologdin, a quien consideraba, no como un estúpido, pero sí como un perfecto mediocre sin un presente ni un pasado tan brillante como los que él mismo disfrutaba.
Sologdin estaba acostado de espaldas, con un libro estropeado abierto sobre su pecho, escuchando al narrador con un ligero centelleo en los ojos. Con su barbita enrulada, ojos claros, frente amplia y los rasgos simétricos de un antiguo paladín ruso, Sologdin era notablemente, casi indecentemente, buen mozo...
Hoy estaba lleno de alegría. Su corazón cantaba victoria sobre el codificador.