Читаем En el primer cí­rculo полностью

(Era ahora cuestión de un año; podría ser si se decidiera a darle el codificador a Yakonov). Lo esperaba una carrera de largo aliento. Para mejor, hoy su cuerpo no estaba, como de costumbre, languideciendo por una mujer, sino que lo sentía calmo y liberado. Aunque había anotado penalidades en su papel rosa, aunque había hecho el esfuerzo de rechazar a Larisa, esta noche, estirado en su litera. Sologdin admitió que ella le había dado justamente lo que él esperaba.

Ahora se entretenía siguiendo ociosamente las evoluciones de una historia a la cual era indiferente buscando la salida a su triunfo contada por una persona que, aunque no estúpida, era completamente ordinaria, y no tenía perspectivas ni antecedentes tan brillantes como los que gozaba Sologdin.

Sologdin nunca se cansaba de decir a todo el mundo que tenía una memoria débil, capacidad limitada y una falta total de voluntad. Pero era fácil adivinar lo que realmente pensaba sobre sí mismo, por la manera de oír a la gente: condescendientemente, como tratando de disimular que sólo escuchaba por educación.

Primero el grabador le contó lo de sus dos esposas en Rusia; luego empezó a recordar su vida en Alemania y la adorable germana con la que había mantenido relaciones. Hizo una comparación entre las mujeres rusas y las alemanas, que resultó novedosa para Sologdin: dijo que las rusas son demasiado independientes, que se tienen demasiada confianza, que no se comprometen en el amor; estudian al hombre que quieren, advierten sus debilidades, lo encuentran a veces poco valiente. Uno siempre siente que la rusa que uno quiere es su igual. Por el contrario, la alemana se dobla como un junco en las manos de su amado. Su hombre es su dios. Es el primero y el mejor de la tierra. Se somete enteramente a su voluntad y sólo piensa en agradarle y no se atreve a soñar otra cosa. Consiguientemente, el grabador se sentía más hombre, más señor y dueño, con una mujer alemana.

Rubin había cometido la imprudencia de salir al corredor a fumar, pero ahora no tenía dónde ir en la sharashkasin ser molestado.

Para escapar de la inconducente discusión del corredor, cruzó el cuarto, dirigiéndose hacia sus libros, pero alguien desde una litera baja lo tomó de los pantalones y le preguntó: "¡Lev Grigorich! ¿Es cierto que en China las cartas de los delatores son despachadas gratis por correo".

Rubin se escapó, pero el ingeniero en electricidad, que colgaba desde la litera alta, lo tomó por el cuello y quiso volver insistentemente a su discusión anterior: —¡Lev Grigorich! Debemos reconstruir la conciencia del hombre de tal manera, que la gente sólo se enorgullezca del trabajo de sus manos y se avergüence de ser supervisor, comandante, charlatán. Debería ser una desgracia familiar cuando una hija se casa con un empleado. Me gustaría vivir bajo esa clase de socialismo.

Rubín se soltó, se abrió paso hasta su propia litera y se acostó boca abajo, otra vez solo con sus diccionarios.

LA MESA DEL BANQUETE

Siete estaban sentados ante la mesa de cumpleaños, consistente en tres mesas de noche de diferentes alturas, arrimadas y cubiertas con un pedazo de papel verde brillante. Sologdin y Rubin estaban sentados con Pótapov en la litera de este último y Adamson y Kondrashev-Ivanov con Pryanchikov en la de éste, y el agasajado a la cabecera, en el ancho antepecho de la ventana. Sobre ellas, Zemelya ya dormitaba y no había nadie más en los alrededores. Las literas dobles cerraban su compartimento, aislándolo del resto del cuarto.

En el centro de la mesa, en un bol plástico, habían colocado los pastelitos de Nadya, eran delgadas tiras de masa cocidas en grasa hasta quedar secas y crocantes. Esto era algo nunca visto en la sharashka. Para siete hombres, el convite parecía absurdamente chico, pero también había bizcochos comunes y bizcochos untados con crema, y llamados por eso "masas". Y había dulce de leche, preparado hirviendo en una lata cerrada de leche condensada. Y escondido detrás de Nerzhin, en una lata obscura de un cuarto, existía un brebaje tentador para el cual estaban destinados las copas: un poco de alcohol que los "zeks" del laboratorio habían permutado por una pieza de material aislante difícil de conseguir. El alcohol había sido rebajado con agua en la proporción de uno a cuatro y luego coloreado con cacao. El resultado era un líquido marrón con muy poco alcohol, pero que, de todos modos, era esperado con impaciencia.

—Bueno, caballeros —declaró Sologdin echándose dramáticamente hacia atrás, los ojos brillando en la semiobscuridad—. Recordemos la última vez que cada uno de nosotros se sentó a una mesa de banquete.

—Yo lo hice ayer, con los alemanes —dijo bruscamente Rubin, que odiaba la emotividad.

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