Comían y bebían en vajilla estatal y había ramas de pino como decoración, tapando las estrías de la tosca mesa. Las ramitas olían a nieve y brea y pinchaban las manos. Tomaban vodka casero.
Al llegar los brindis hicieron el juramento de que ninguno firmaría jamás una renuncia ni una capitulación.
Corearon gloriosas canciones revolucionarias: "Varshavyanka", "Sobre el mundo flota nuestra bandera" y "El Barón negro".
Siguieron discutiendo sobre todos los temas imaginables.
Rosa, una obrera de la Fábrica de Tabaco Khardhov, estaba sentada sobre un cobertor de plumas. (Lo había traído a Siberia desde Ucrania y estaba muy orgullosa de él). Fumaba un cigarrillo tras otro y se sacudía los rulos desdeñosamente. — "¡No puedo soportar la intelligentsia!" Me disgusta, con todas sus sutilezas y complejidades. La psicología humana es mucho más simple de lo que querían imaginar los escritores prerrevolucionarios. ¡Nuestro problema es librar a la Humanidad de su sobrecarga espiritual!
De alguna manera llegaron al tema de los adornos femeninos. Uno de los deportados, Patrushev, un ex-Fiscal de Odessa, cuya novia había venido recientemente de Rusia, preguntó desafiante: —¿Para qué quieren mantener empobrecida a nuestra futura sociedad? ¿Por qué no debo soñar con un tiempo en que cada chica pueda usar perlas? ¿Cuándo cada hombre podrá adornar la frente de su amada con una Piara?
¡Qué rugido se produjo! ¡Con qué furia lo azotaron con citas de Marx y Plekhanov, de Campanella y Feuerbach.!
¡Nuestra futura sociedad! ¡Con qué facilidad hablaban de ella!
El primer sol del año 1930 se asomó, y todos salieron a admirarlo. Era una mañana fresca y tonificante, con columnas de humo rosado subiendo rectas hacia el cielo rosado. En las amplias extensiones de Angara las campesinas conducían el ganado a abrevar en un hoyo en el hielo cerca de un grupo de abetos. No habían hombres ni caballos; todos habían sido llevados a trabajar en el bosque.
Pasaron dos décadas. La oportunidad y pertinencia de los brindis de otrora había florecido y después se había marchitado. Habían fusilado a los firmes y a los claudicantes. Sólo en la mente aislada de Adamson, intacta en el invernáculo de la
Adamson miraba el libro pero no lo leía.
Nerzhin se sentó entonces en el borde de su litera.
Nerzhin y Adamson se habían conocido tres años antes, en una celda en Butyrskaya, en la cual también estaba encerrado Potapov. Adamson terminaba entonces sus primeros diez años y asombraba a los demás reclusos con su fría autoridad, su profundo escepticismo carcelario, en tanto que secretamente vivía con la loca esperanza de volver pronto con su familia.
Habían seguido diferentes caminos. Adamson, por negligencia, fue liberado, pero sólo por el tiempo suficiente para que su familia se trasladara a Sterlitamak, donde la Policía lo autorizaba a radicarse.
Ni bien se hubo mudado su familia, fue nuevamente arrestado y sometido a un solo interrogante: ¿realmente había estado expatriado desde 1929 hasta 1934 y encarcelado desde entonces? Habiendo quedado establecido que así era en efecto, que había cumplido su condena y aún más de lo que le imponía la sentencia, el Tribunal Especial le aplicó otros diez años. La Jefatura de las
Nerzhin se había sentado al lado de Adamson para invitarlo a la fiesta de su cumpleaños, porque había decidido celebrarlo. Adamson felicitó tardíamente a Nerzhin y mirándolo de costado le preguntó quién estaría. Adamson no estaba contento de tener que vestirse y arruinar un domingo que estaba pasando tan maravillosamente en ropa interior, de dejar su libro, tan entretenido, y concurrir a una fiesta de cumpleaños. Fundamentalmente, no tenía esperanzas de pasar un rato agradable porque estaba casi seguro de que surgiría una discusión política que sería como siempre inútil e inconducente, aunque imposible de eludir. Al mismo tiempo, no podía realmente entrar en ese tema, porque antes mostraría su mujer desnuda ante los "jóvenes" prisioneros que descubrirles sus pensamientos, tan hondamente escondidos y tan frecuentemente ultrajados.
Nerzhin le dijo quién estaría. En la