—No, por Dios. Una orden de pago librada por una persona ficticia para ser depositada en tu cuenta personal. Me preguntaron a nombre de quién debían enviarla. Me dijeron si me gustaría de Ivan Ivanovich Ivanov. El cliché me desagradó, de modo que pregunté si podía provenir de Klava Kudryavtseva. Después de todo, es agradable pensar que una mujer se ocupa de uno.
—¿Y cuánto te pagan por el tercer trimestre?
—¡Esta es la parte más astuta! De acuerdo con la lista, el delator gana 150 rublos por trimestre. Pero por decoro, el dinero debe ser enviado por correo, y la oficina postal cobra una comisión de tres rublos. Los "policías" son tan tacaños que no agregan nada de sus bolsillos y tan perezosos que tampoco sugieren aumentar en tres rublos la paga de los informantes. Como nadie enviaría por correo una suma tan peculiar, los tres rublos faltantes son la marca de Judas. Mañana durante la hora del almuerzo pueden reunirse todos ustedes ante la dirección del personal y mirar las órdenes de pago de todos los que salen de la oficina de seguridad. Este país debiera llegar a conocer sus alcahuetes, ¿no les parece, caballeros?
LA VIDA NO ES UNA HISTORIA DE AMOR
Mientras los copos dispersos de nieve comenzaron a caer, uno por uno, en la oscura vereda de la calle del Descanso de los Marineros, en cuyos adoquines no quedaban ni rastros de la nieve de dos días anteriores, barrida por las ruedas de los automóviles, las chicas del cuarto 418 de la residencia estudiantil de Stromynka se estaban preparando para la noche del domingo.
La habitación 418 estaba en el tercer piso. Los nueve paneles de su ventanal rectangular miraban a la calle del Descanso de los Marineros. Contra las paredes, a derecha e izquierda, había tres catres en fila, estantes de mimbre con libros y mesas de noche. Dos escritorios ocupaban el centro del cuarto, dejando sólo dos angostos espacios entre ellos y los catres. El más próximo a la ventana era llamado "el escritorio de las tesis" y estaba abarrotado con libros, anotadores, dibujos y pilas de hojas mecanografiadas. En un rincón del mismo Olenka, una cabeza rubia, leía algunas de estas hojas. Algo más lejos estaba la mesa común, en la cual Muza escribía una carta y Lyuda, frente a un espejo, desenrollaba sus rulos. Los catres llegaban hasta cerca de la pared de la puerta, dejando espacio para perchas de un lado y para un lavabo del otro, oculto tras una cortina. Se suponía que las chicas debían lavarse en el fondo del corredor, pero lo encontraban muy frío y poco confortable.
La húngara, Erzhika, estaba recostada leyendo en el catre próximo al lavabo. Tenía puesta una bata que las chicas llamaban "la bandera brasilera". Tenía otras batas seductoras que encantaban a sus compañeras, pero cuando se mostraba en público se vestía con gran sobriedad, como si buscara deliberadamente no llamar la atención. Había tomado esta costumbre durante sus años de actividad secreta en Hungría.
El catre siguiente en la fila pertenecía a Lyuda y estaba en total desorden. Lyuda acababa de levantarse poco antes. La frazada y la sábana andaban por el suelo, en tanto que sobre la almohada estaban cuidadosamente colocados un vestido de seda azul recién planchado y un par de medias. Desde el escritorio Lyuda estaba contando a nadie en especial, porque nadie en especial la escuchaba —cómo la había cortejado un poeta español, sacado de su país cuando niño. Se acordaba con todo detalle del restaurante al cual él la había llevado, la orquesta que allí tocaba, los platos que les habían servido y las bebidas que habían tomado.
Con su mentón descansando en sus puños, pequeños y redondeados, Olenka trataba de leer sin escuchar a Lyuda. Por cierto le podría haber dicho que se callara, pero su difunta madre le había advertido: —Evita la gente peleadora; nunca se sabe hasta dónde puede llegar—. Ya sabían que cuando alguien trataba de detener a Lyuda, sólo conseguía, enardecerla. Lyuda no era realmente una estudiante graduada. Había terminado el Instituto Financiero y había venido a Moscú a seguir cursos de economía política. Provenía de una familia adinerada y aparentemente seguía esos cursos principalmente para divertirse.
Para Olenka los cuentos de Lyuda eran nauseabundos, por cuánto residían exclusivamente en los aspectos frívolos de la vida, cuyas únicas exigencias eran el dinero, el ocio, y el vacío del alma, y le parecía aún más repulsiva la noción primitiva de Lyuda, de que todo el sentido de la vida consiste en citas y relaciones con hombres.
Olenka creía firmemente que su desafortunada generación de mujeres —había, nacido en 1923— simplemente no, podía permitirse mirar las cosas de esa manera. Aceptar semejante idea significaba colgar toda su vida de una telaraña y pasar cada día esperando que se rompiera o bien descubrir que nunca había estado, unida a nada.