Читаем En el primer cí­rculo полностью

Kondrashev se corrió muy cerca de Nerzhin y le preguntó en un susurro de conspirador, con sus anteojos brillando prometedoramente, — ¿Se lo muestro?

Esta es la manera en que terminan todas las discusiones con artistas. Ellos tienen su propia lógica.

—Pero por supuesto.

Kondrashev se dirigió a un rincón, sacó una pequeña tela clavada en un marco y la trajo, sosteniéndola con el lado gris despintado hacia Nerzhin.

—¿Sabe algo sobre Parsifal? — le preguntó con voz emocionada.

—¿Algo que ver con Lohengrin?

—Su padre. El guardián del cáliz del Santo Graal.

—¿Hay una ópera de Wagner, no es cierto?

—El momento que yo he retratado no es para ser hallado en Wagner ni en von Eschenbach, sino que es el que me interesa a mí. Cualquiera puede experimentar tal momento cuando ve repentinamente la imagen de la perfección.

Kondrashev cerró los ojos y se mordió los labios. Estaba concentrado.

Nerzhin se preguntó por qué el cuadro que iba a ver sería tan pequeño.

El artista abrió los ojos. — Es sólo un estudio. Un estudio para el cuadro principal de mi vida. Probablemente nunca lo pinte. Este es el momento en que Parsifal ve por primera vez el castillo: ¡El Castillo del Santo Graal!

Colocó el estudio en un caballete delante de Nerzhin, conservando su mirada fija sobre el mismo. Levantó las manos hasta los ojos, como si estuviera protegiéndolos de una luz. Retrocediendo, tropezó con el primer peldaño de la escalera y casi se cae.

El cuadro era el doble de alto que de ancho. Representaba un desfiladero en forma de cuña, entre dos montañas escarpadas. En ambas laderas, derecha e izquierda, había un bosque espeso y ancestral. Helechos rastreros y arbustos hostiles y feos, habían invadido los riscos. En la parte superior izquierda, desde el bosque, un caballo gris claro llevaba un jinete con casco y capa. El corcel no temía al abismo y acababa de alzar su casco, listo, a la orden del jinete, para retroceder o saltar.

Pero el caballero no miraba el abismo. Perplejo y asombrado, estaba divisando a la distancia, donde un resplandor dorado, viniendo tal vez del sol o de algo más puro que el sol, inundaba el cielo tras un castillo. Éste se erguía en la cumbre de la montaña —que subía roca sobre roca trepando en escalones y torrecillas, visible desde el fondo de la garganta a través de la grieta y en la quebrada entre los riscos, los helechos y los árboles, apuntando como una aguja al cielo, irreal como tejido de nubes, vibrante y confuso, sin embargo, visible en los detalles de su perfección ultraterrena: el aureolado castillo del Santo Graal.

EL AGENTE DOBLE

Excepto el gordo Gustavo con sus orejas rosadas, Doronin era el zek más joven de la sharashka. Todavía aparecían en su cara granos de adolescente. Su naturalidad, su buena suerte, su ligereza, lo hacían querido por todos. En los pocos minutos que la administración concedía para volleyball, Ruska se entregaba al juego de todo corazón. Si los delanteros dejaban pasar la pelota, se zambullía desde atrás para devolverla, aunque se desollara las rodillas. A todos les gustaba su original sobrenombre, Ruska, que demostró ser justificado cuando, después de dos meses en la sharashka, su pelo, que había sido rapado en el campo, volvió a crecer enrulado y rubio.

Había sido traído desde un campo de Vorkuta porque figuraba en su registro oficial del GULAG como operario industrial. Pero resultó ser un falso operario y fue prontamente reemplazado por uno verdadero. Dvoyetyosov lo salvó de que lo retornaran al campo y le enseñó a manejar la pequeña bomba al vacío. Como era imitativo, Ruska aprendió pronto. Para él la sharashkaera como una casa de descanso, y quería quedarse allí. En el campo había tenido que soportar toda clase de adversidades, que ahora relataba con alegre ardor: cómo casi había muerto en una mina húmeda, cómo había simulado fiebre diaria colocando piedras calientes en sus axilas. (Cuando trataron de descubrirlo usando dos termómetros, encontró piedras de tamaños similares, de modo que los termómetros no demostraran una diferencia mayor de una décima).

Pero recordando el pasado con risas —un pasado al cual acudiría una y otra vez en los veinticinco años siguientes— Ruska contó sólo a unos pocos, bajo secreto, su hazaña principal; haber engañado durante dos años a los cazadores nacionales de fugitivos.

Hasta un día de septiembre, Ruska no se destacaba particularmente entre la abigarrada multitud de los habitantes de la sharashka. Ese día, con una mirada de conspirador, se fue acercando a veinte de los zeks más influyentes de la sharashka, aquellos que representaban lo opinión pública. Comunicó excitado, a cada uno de ellos, que esa mañana el mayor Shikin, el oficial de seguridad, lo había enrolado como delator y que él había aceptado, con idea de hacer uso de tal situación.

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