Sin embargo, esta dorada perspectiva acababa justamente de presentarse en la propia vida de Olenka, y sé balanceaba delante de ella como un columpio. Esta noche Olenka debía ir a un concierto con un hombre que le gustaba mucho. La perspectiva estaba allí, si la quería, y podía tomarla con las manos, pero tenía miedo de lanzarse por temor de que pudiera romperse.
Olenka todavía no había empezado a planchar su ropa para esa noche. Estaba terminando su lectura, no por sentido de obligación sino por auténtica fascinación. Estaba leyendo la tercera copia carbónica de un informe mal mecanografiado sobre las excavaciones realizadas ese otoño en Novgorod, después que ella regresó de allí. Se había pasado tarde a los estudios de arqueología, cuando ya comenzaba su quinto año. Quería trabajar en la historia con sus propias manos tanto como fuera posible, y desde la trasferencia estaba encantada con su decisión. Ese verano había tenido la suerte de desenterrar una carta escrita en la corteza de un abedul, un documento vivo del siglo XII. En ella, en "su" carta, habían sólo unas pocas palabras. Un marido le escribía a su mujer pidiéndole que enviara a Sashka con dos caballos a un determinado sitio en una determinada fecha. Pero para Olenka esas líneas que ella había desenterrado eran como un sonido de trompeta que partía la tierra, y eran mucho más importantes que las exaltadas frases de las crónicas. Después de todo, era obvio que esta ama de casa de Novgorod en el siglo XII sabía leer y escribir. ¿Qué clase de mujer habría sido? ¿Y qué tipo de ciudad sería Novgorod en esa época? ¿Quién era Sashka —un hijo, un trabajador? ¿Qué aspecto tendrían los caballos cuando Sashka los guiaba? Esta ordinaria misiva doméstica llevaba más y más a Olenka a las viejas calles de Novgorod. Se le hacía difícil refrenar su imaginación. A veces, aun en el salón de lectura, cerraba los ojos y se imaginaba en una noche de invierno, sin frío ni tormenta, dirigiéndose a Novgorod en un trineo por el camino de Tver, y desde lejos podía ver gran cantidad de fogatas (porque todavía no usaban mechas de madera) soñaba que ella era una muchacha del antiguo Novgorod y que su corazón latía de felicidad de estar de regreso, después de una larga ausencia, en su querida, libre, ruidosa y única ciudad de medio millón de habitantes.
En cuanto a Lyuda, la parte más excitante de su relato no eran los detalles externos de su "affaire" con el poeta. En su pueblo, Voronezh, donde estuvo casada tres meses y después tuvo un buen número de otros hombres, Lyuda siempre consideró que su virginidad había pasado muy pronto. Por eso aquí, desde el comienzo de su relación con el poeta español, había jugado el papel de la casta virgen, actuando como avergonzada y temblorosa ante su menor toque. Cuando el poeta asombrado le rogó su primer beso, ella se había estremecido y pasado del deleite a la desilusión, lo cual le inspiró un poema de veinticuatro líneas, lamentablemente no en ruso.
Muza, demasiado regordeta, tosca y con anteojos, parecía tener más de treinta años. Aunque le parecía incorrecto pedirle a Lyuda que se callara, estaba tratando, mientras seguía el cuento indiscreto y ofensivo, de escribir una carta a sus viejos padres que estaban en una lejana ciudad de provincia. Su madre y su padre todavía se querían como recién casados y cada mañana, cuando salía a trabajar, su padre se volvía una y otra vez a saludar a su mujer, que lo despedía desde la puerta. La hija los quería de la misma manera. Nadie en el mundo estaba más cerca de ella que sus padres. Le gustaba escribirles con frecuencia, detallándoles. sus experiencias.
Pero en este momento estaba fuera de sí. Durante dos días, desde la noche del viernes, algo le había ocurrido a Muza que ensombrecía su cansador trabajo diario sobre Turgenev, el trabajo que había desplazado todo otro interés de su vida. Se sentía como si hubiese sido untada con algo sucio y vergonzoso, algo que no era posible lavar, esconder ni mostrar a nadie y con lo cual tampoco era posible seguir viviendo.