Pese al hecho de que el legajo personal de Rostilav Doronin estaba salpicado con cinco apellidos falsos, tildes, letras y signos cifrados indicando que era peligroso, predispuesto a fugarse y debía ser esposado cuando era trasladado de un lugar a otro, el mayor Shikin, deseoso de ampliar su equipo de soplones, había decidido que Doronin, siendo joven, debía ser inestable, que ambicionaba que le fuera permitido quedarse en la
Secretamente llamado a la oficina de Shikin —primero eran llamados a la secretaría, y les decían, "sí, sí, vaya a ver al mayor Shikin"— estuvo allí tres horas. Durante todo este tiempo, mientras escuchaba las tediosas instrucciones y explicaciones del policía, los ojos agudos de Ruska no sólo estudiaban la cabezota del mayor, con el pelo encanecido a fuerza de recoger denuncias y calumnias, su cara oscura, sus manos pequeñas, sus zapatos infantiles, el juego de escritorio de mármol y las cortinas de seda, sino que también leía, del revés, desde cinco pies de distancia, los títulos de las carpetas y los papeles bajo el vidrio del escritorio de Shikin, y advertía qué documentos guardaba en la caja fuerte y cuáles conservaba en el escritorio.
Mientras observaba estas cosas, Ruska fijaba sus ojos azules en los del mayor y asentía con la cabeza. Tras esta melancólica inocencia, bullían planes aventurados, pero el oficial de seguridad, acostumbrado a la monotonía gris de la sumisión humana, no podía adivinarlo.
Ruska entendió que Shikin podía devolverlo a Vorkuta si se negaba a convertirse en delator.
Ruska y su generación habían sido enseñados a creer que la "misericordia" era un sentimiento vergonzoso, que la "bondad" era risible y que la "conciencia" era jerga clerical. A la vez les enseñaron que la delación era un deber patriótico, que era lo mejor que podía hacerse para ayudar al denunciado, y que mejoraría la salud social. No es que Ruska estuviera convencido de todo esto, pero algún efecto le había hecho. Para él la cuestión principal no era lo malo o inaceptable de convertirse en un delator, sino adonde podía esto conducirlo. Enriquecido por una experiencia turbulenta, por muchos choques y violentas discusiones en los presidios, — este joven podía imaginarse todos aquellos archivos siendo abiertos y todos los Shirkins sometidos a Tribunales de infamia.
Se dio cuenta así de que, a la larga sería tan peligroso cooperar con el "policía" como en este momento negarse a hacerlo.
Pero, por encima de tales consideraciones, Ruska tenía pasión por el juego. Mientras leía del revés los interesantes documentos bajo el vidrio del escritorio de Shikin, vibraba previendo la posibilidad de jugar por apuestas arriesgadas. Estaba aburrido de la falta de actividad en la acogedora monotonía de la
Y cuando, por el afán de hacer parecer todo real, concretó cuánto recibiría en pago, aceptó ansioso.
Cuando Ruska se fue, Shikin, complacido por su propia penetración psicológica, se paseó por su oficina batiendo sus minúsculas palmas una contra otra; un delator tan entusiasta prometía una rica cosecha de denuncias. Por su parte, Ruska, no menos satisfecho, recorría los zeks de confianza confirmándoles que había aceptado ser un soplón por espíritu deportivo y que estudiaría los métodos del oficial de seguridad y revelaría quiénes eran los verdaderos delatores.
Los zeks, aún los más antiguos, no recordaban ningún precedente similar. Recelosamente preguntaron a Ruska por qué arriesgaba el pescuezo jactándose de ello. Él contestó: —Cuando llegue el día en que sea juzgada toda la pandilla, ustedes testificarán en mi favor.
Cada zek que lo supo se lo contó a uno o dos más, y sin embargo nadie denunció a Ruska ante el "policía". Así, cincuenta personas demostraron ser irreprochables.
Este acontecimiento excitó durante largo tiempo a la
Algunos no quisieron saber nada, otros lo ayudaron. Existía la decisión de terminar con cierta señora que trabajaba allí sólo por codicia, para agregar algunos rublos a los miles que el marido traía a casa.