Pasó así. El viernes por la noche, cuando había regresado de la biblioteca y se disponía a acostarse, había sido llamada de abajo, a la administración de la residencia y se le dijo que entrara a un cuarto. Allí estaban sentados dos hombres vestidos de civil, al principio muy educados, presentándose como Nikolai Ivanovich y Sergei Ivanovich. Sin preocuparse porque ya era tarde, la retuvieron una hora, dos horas, tres. Empezaron con preguntas: con quién vivía, con quién trabajaba —aunque lo sabían tan bien como ella. Hablaron sin apuro sobre patriotismo, sobre la obligación social de todos los estudiantes y científicos de no cerrarse en su propia especialidad, sino de servir al pueblo con toda su mente y sus potencialidades. Muza no tenía nada que decir contra esto; era totalmente cierto. Entonces los hermanos Ivanovich le propusieron que los ayudara; esto es, que se reuniera con uno de ellos en esa oficina en determinadas fechas, o en el centro de propaganda política de la universidad, o en el club, o en cualquier edificio universitario convenido, y allí contestar ciertas preguntas y comunicar sus observaciones.
Así empezó este hecho largo y horrible. Comenzaron a hablarle cada vez más groseramente, gritándole, luego tratándola con insultante familiaridad: ¿Bueno, porque estás tan mal dispuesta? No es una potencia extranjera la que desea reclutarse. ¿Para qué podía servir en un servicio de inteligencia extranjero? Sería la quinta rueda del carro. Entonces declararon que no le permitirían presentar su tesis y que arruinarían su carrera universitaria, porque los estudiantes bobos no eran útiles al país. Esto la asustó mucho, ya que debía terminar sus estudios en junio y tenía la tesis casi lista. Estaba completamente convencida de que la expulsarían de la escuela para graduados; a ellos no les costaría nada. Entonces sacaron una pistola, se la pasaron uno al otro y, como por casualidad, apuntaron a Muza. Cuando ésta vio la pistola, perdió el miedo. Después de todo, seguir viviendo luego de haber sido expulsada con malos antecedentes era lo peor. A la una de la mañana los Ivanovich la dejaron para que pudiera pensarlo hasta el martes, este martes 27 de diciembre, y le hicieron firmar una obligación de no declarar nada de lo ocurrido.
Le aseguraron que ellos lo sabían todo, de modo que si ella le contaba a alguien su conversación, sería inmediatamente arrestada y condenada sobre la base del documento que acababa de firmar.
¿Por qué desdichada casualidad la habían elegido a ella? Ahora, sentenciada, esperaba el martes. No tenía fuerzas para estudiar. Recordaba aquellos días recientes en los que no podía pensar más que en Turgenev, cuando nadie le oprimía el alma, cuando tontamente no se daba cuenta de su propia felicidad.
Y yo dije, "Ustedes los españoles le dan tanta importancia al honor de una persona, pero desde que me besaste en los labios estoy deshonrada".
La cara atractiva, aunque dura, de la rubia Lyuda, comunicaba la desesperación de una niña violada.
Olenka suspiró ruidosamente y puso el informe a un lado. Deseaba decir algo cortante, pero se contuvo otra vez. En tales momentos su barbilla regordeta, como toda su cara, adquiría líneas firmes. Frunciendo el ceño, se subió a la silla con dificultad —por su baja estatura— alcanzó a enchufar la plancha en el tomacorriente clandestino sobre la lámpara colgante, que no había sido retirado después que Lyuda había terminado su planchado. (Las planchas y los calentadores estaban estrictamente prohibidos en Stromynka. Los comandantes andaban a la caza de enchufes clandestinos y, por supuesto, no existían tomacorrientes en el piso de ninguno de los cuartos).
Durante todo este tiempo, la delegada Erzhika permanecía acostada, leyendo las obras escogidas de Galakhov. Este libro le abría un mundo de altas y brillantes personalidades, un mundo claro y hermoso, donde toda clase de sufrimientos era fácilmente conquistada. Los personajes de Galakhov nunca eran sacudidos por dudas, si servir a la patria o no, si sacrificarse o no. La profundidad e integridad de esta gente sorprendía a Erzhika. Admitía para sí que en sus años de trabajo subversivo en la Hungría de Horthy, ella nunca se hubiera preocupado de no haber pagado sus deudas, como lo hacía el joven "Komsomolet" de Galakhov, que estaba volando trenes en la retaguardia del enemigo.
Dejando el libro y poniéndose de costado, ella también empezó a escuchar a Lyuda. Aquí, en el cuarto 418, había aprendido cosas sorprendentes y contradictorias. Por ejemplo, un ingeniero que rehusaba ir a un atractivo proyecto en Siberia permanecía en Moscú, vendiendo cerveza, en tanto que otro que había aprobado su tesis no tenía trabajo. (Los ojos de Erzhika se habían dilatado. ¿Realmente existen desocupados en la Unión Soviética?) Asimismo, para estar registrado en Moscú había que dar una gran coima. Pero, después de todo, es un fenómeno momentáneo, ¿no es cierto? — había preguntado— queriendo decir "temporario" y no "momentáneo".