Читаем En el primer cí­rculo полностью

Corría dentro de la habitación semicircular donde los prisioneros estaban dándose prisa ruidosamente, algunos de regreso del desayuno, algunos camino a lavarse; Valentulya Pryanchikov sentado en ropa interior, después de quitar la frazada sobre su cama, con los brazos extendidos mientras relataba sonriente su conversación de la noche con el jefe nocturno, describiendo cómo más tarde se aclaró que era el ministro. Nerzhin detestaba escuchar a Valentulya. Pero era un delicioso momento de su vida, cuando uno estalla con cantos, cuando cien años parecen demasiado cortos para remoldear todo. Y no podía omitir un desayuno; un prisionero no siempre tiene desayuno. De todos modos, la historia de Valentulya estaba alcanzando su poco glorioso final. La habitación le dictó su veredicto: era barato y ruin, puesto que no había hablado a Abakumov acerca de las esenciales necesidades de los prisioneros. Aquél trató de alejarse gritando, pero cinco verdugos voluntarios lo despojaron de sus calzoncillos y en medio de la grita general, vocerío y risas lo persiguieron alrededor de la habitación, golpeándolo con sus cinturones, salpicándolo con té caliente.

En la tarima más baja, a lo largo del camino de pasaje a la ventana central, debajo de la tarima de Nerzhin y a través de la vacía de Valentulya, Andrés Andrevich Potapov estaba tomando su té matinal. Observando el juego general, reía hasta que las lágrimas le subieron a los ojos, salpicándole los anteojos. Antes de que despertaran los demás, la cama de Potapov ya estaba hecha; como un paralelepípedo regular. En ese momento extendió una finísima capa de manteca sobre el pan; no compraba nada en la tienda de la prisión pues trataba de enviar todo el dinero que ganaba a su "vieja". (De acuerdo al standard de la sharashkaa él se le pagaba una alta suma, 150 rublos al mes, tres veces menos que a una mujer para trabajos domésticos, en libertad; era irremplazable especialista y estaba en los buenos libros de sus jefes).

Nerzhin dejó caer su saco acolchado en la corrida, lo tiró sobre su cama todavía sin tender y, saludando a Potapov pero sin esperar respuesta, corrió a desayunar.

Potapov era el ingeniero que había confesado durante su interrogatorio, y firmado la confesión, y confirmado en su juicio que personalmente había vendido a los germanos —y muy barato— el ornamento del Plan Quinquenal Stalinista, Dnepreges, la Estación de Poder Hidroeléctrico del Dniéper —aunque había sido demolida cuando él lo vendió a ellos—. Gracias solamente a la merced de una corte muy humana, la sentencia de Potapov por su increíble y sin igual crimen tuvo sólo diez años de prisión, seguidos de la pérdida de sus derechos por cinco años, lo que en el lenguaje de los prisioneros se llamaba "diez, más cinco en los cuernos".

Nadie que hubiera conocido a Potapov en su juventud, y menos todavía el mismo Potapov, hubiera soñado que a los cuarenta y cinco sería arrojado en prisión por política. Los amigos de Potapov, justificadamente lo llamaban un robot. La vida entera de Potapov era su trabajo, y hasta los tres días de fiesta lo aburrían. Solamente había tomado una vacación en su vida, cuando se casó. En los años siguientes, nunca pudo encontrar a nadie que lo reemplazara y voluntariamente renunciaba a sus vacaciones. Cuando hubo escasez de pan, o de vegetales, o azúcar, él apenas se daba cuenta de aquello. Corría un agujero de su cinturón, lo apretaba y continuaba preocupado con la sola cosa en el mundo que le interesaba: trasmisión de alto voltaje. A aquellos que no creaban nada con sus manos pero que trabajaban solamente con sus lenguas, Potapov no los miraba siquiera como a gente. Había dirigido todos los cálculos eléctricos en Dneprostroi, se había casado en Dneprostroi, y a la vida de su mujer, como a la suya propia habían alimentado la insaciable hoguera de aquellos años.

En 1941, mientras construían otra estación, Potapov tuvo una excepción de servicio militar. Pero sabiendo que Dneproges, la creación de su juventud, había sido volada, dijo a su mujer: —Katya, después de todo yo debo ir.

Ella le respondió: —Sí, Andryusha, debes.

Y así fue Potapov con sus anteojos menos tres dioptrías, con el cinturón retorcido, una camisa arrugada, con sus insignias de oficial y la funda de su pistola vacía. En el segundo año de esa buena preparación para la guerra no habían todavía bastantes armas para oficiales. Abajo de Kastornoye, en medio del humo del centeno en llamas y del calor de julio, fue tomado prisionero. Escapó, pero no pudo alcanzar su propia línea y fue apresado por segunda vez. Escapó de nuevo, pero en campo abierto fue tomado por tercera vez por un destacamento de paracaidistas (todas las veces sin armas).

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