Por alguna razón Klimentiev se sintió tan bueno acerca de su decisión que se olvidó de abrirse camino con los otros moscovitas y tuvo que tomar justo el último coche antes de que se cerraran las puertas automáticas. No intentó abalanzarse a ningún asiento sino que se tomó de la agarradera niquelada y se puso a reflexionar sobre su imagen reflejada en los gratos vidrios de la ventanilla contra la oscuridad del túnel que hacían pedazos los interminables tubos y cables. Después su mirada se trasladó a una joven sentada cerca. Estaba vestida cuidadosamente pero sin lujo, con un saco negro imitando caracul y un gorro del mismo material. Una pequeña y repleta valija necesaire estaba sobre sus rodillas. Mirándola, Klimentiev pensó que tenía un rostro agradable, pero cansado y una mirada poco común en una mujer joven, falta de interés en todo cuanto la rodeaba.
En ese mismo momento la mujer lo miró, y sus miradas se cruzaron sin expresión por el tiempo exacto en que pueden dos pasajeros mirarse uno al otro. En ese instante la mirada de la mujer se volvió alerta, como si una pregunta inquietante e incierta la atravesara. Klimentiev trató de ubicar esa cara como asunto de rutina profesional; recordó de quién era, y fue incapaz de ocultar el hecho de que la reconociese. Ella se dio cuenta de su duda y evidentemente vio confirmada la suya.
Era la mujer del prisionero Nerzhin. Klimentiev la había visto durante su visita a la prisión de Taganka.
Ella frunció el entrecejo, apartó los ojos, y de nuevo los volvió a Klimentiev. Él hizo como que miraba fijo dentro del túnel, pero con el rabo del ojo sentía que ella lo observaba. De pronto, dejó su asiento con determinación y vino hacia él, que se vio forzado a hacerle frente.
A pesar de haberse levantado con tanta decisión, después de hacerlo perdió su desenvoltura y el equilibrio relativo con que dentro de un subterráneo se viaja con un pesado maletín; parecía quererle ofrecer su asiento. Sobre ella pesaba el desdichado destino de todas las mujeres de presos políticos. Es decir, las esposas, de los
Parada junto a él, de manera que pudiera oír sus palabras, a pesar del ruido del tren, la mujer le preguntó: —camarada teniente coronel ¡perdóneme! ¿es usted... superior de mi marido? ¿o me equivoco?
Durante sus muchos años de servicio como oficial de la prisión toda clase de mujeres se habían parado delante de él, sin que viera nada de particular en sus apariencias tímidas y obsecuentes. Pero aquí en el subterráneo, aunque ella hablaba con mucho cuidado, esta mujer rogando delante de él, ante los ojos de todos, resultaba impropio.
—¿Usted... por qué se ha puesto de pie? Siéntese, siéntese, le dijo confundido, tratando de tomarla por el codo para hacerla sentar.
—No, no, esto no tiene importancia, dijo la mujer, apartándose algo y mirando al teniente coronel con insistente mirada, casi fanática. — ¡Dígame porque no han habido visitas en todo un año! ¿Por qué no puedo verlo? ¡Cuándo podré? ¡Dígamelo!
Era como si un grano de arena hubiese golpeado otro grano de arena a cuarenta pasos. La semana antes, la administración de la prisión del M.G.B. había enviado el permiso al zek Nerzhin, entre otros, para visitar a su mujer el domingo, 25 de diciembre de 1949, en la prisión Lefortevo. Pero junto con este permiso llegó el anuncio de la prohibición de enviar el aviso a "poste restante" como lo pidió el recluso.
Nerzhin había sido llamado en su momento y se le había preguntado acerca de la verdadera dirección de su mujer.