Atravesó los canibalistas campos de Novograd-Volynsk y Chenstokhov, donde los prisioneros comían la corteza de los árboles, hierba, y a sus camaradas muertos. De tales campos los germanos de pronto lo llevaron a Berlín, y allí una persona (atento, pero bastardo) que hablaba hermosamente el ruso le preguntó si era posible que fuese él mismo Potapov qué había estado en Dneprostoi. ¿Podía él demostrarlo, dibujando, por ejemplo, el diagrama para el conmutador del generador de allí?
El diagrama ampliamente publicado en todas partes y Potapov, sin hesitar lo dibujó. Habló por sí mismo acerca de ello en su interrogatorio, aunque no se lo había obligado a hacerlo.
Lo que hizo fue calificado en su sumario de "descubrir los secretos de Dneproges".
Aunque el caso contra él no incluía otra prosecución: el ruso desconocido que había por estos medios verificados la identidad de Potapov, le propuso firmara una declaración de estar listo para reconstruir Dneproges —y que inmediatamente sería puesto en libertad— se le dará su ración de comida, dinero, y volvería a su propio y amado trabajo.
Cuando esta atrayente, hoja de papel fue puesta delante de él, un hondo pensamiento cruzó el arrugado rostro del robot. Sin golpear su pecho y sin proferir orgullosas palabras, sin pretender ejercer sus derechos de convertirse en un héroe póstumo de la Unión Soviética, modestamente replicó: —Pero ustedes deben comprender que he firmado un juramento. Y si firmo esto. ¿No habría una contradicción?
De este modo, con dulce y antiteatral manera, Potapov escogió la muerte sobre el bienestar. "Muy bien, respetamos sus convicciones", replicó el desconocido ruso y envió de nuevo a Potapov al campo de los caníbales.
Es por eso que el tribunal soviético no juzgó a Potapov y le dio solamente diez años. El ingeniero Markushex, por el contrario, firmó una declaración similar y se puso a trabajar para los germanos. Y la corte le dio los mismos diez años. Esa era la firma de Stalin; aquella ecuanimidad magnífica con amigos y enemigos que lo hacían único en toda la historia humana.
La corte no le aumentó la sentencia a Potapov por haber entrado a Berlín en 1945, en un tanque soviético con sus anteojos rotos y atados sosteniendo un fusil automático.
De tal modo, Potapov salió bastante bien con "diez años, y cinco en los cuernos".
Nerzhin volvió del desayuno, se sacó los zapatos, y subió a su tarima, balanceándose junto con Potapov. Tenía por delante su diaria hazaña acrobática —hacer su cama sin arrugarla, parado desde allí. Pero cuando movió a un lado la almohada, encontró debajo de ella una caja de cigarrillos hecha de plástico trasparente color rojo oscuro, bien llena con doce cigarrillos Belomorkanal, entrelazados con una tira de papel donde estaba escrito con letras de imprenta:
No podía equivocarse. En toda la
—¡Andreich! — dijo Nerzhin, bajando su cabeza de debajo de la tarima.
Potapov había concluido de beber su té, había abierto el diario y estaba leyéndolo sentado de manera de no deshacer su cama.
—¿Bien, qué es? — murmuró.
—¿Es esto obra de sus manos?
—No sé. Usted lo encontró —trataba de no sonreír.
—¡Andreich! — gritó con pesadez Nerzhin—. ¿Esto es un sueño?
La delicada arruga de astucia aumentaba y se ahondaba en el rostro de Potapov. Ajustándose los anteojos, replicó: —Cuando estaba en Lubyanka con el duque Esterhazy, ambos en una celda, sacando los cubos de la letrina cada día, y él en los días impares, yo le enseñaba el ruso por medio de los
De acuerdo a la clasificación vocal, la de Potapov se definía como "desentonada y cascada".
Todavía sobre su tarjeta, Nerzhin miraba cálidamente la cara marcada de surcos de Potapov. Cuando llevaba puesto los anteojos, no representaba más de sus cuarenta y cinco años y hasta tenía apariencia enérgica. Pero cuando se los sacaba, la profunda cavidad oscura de sus ojos le daba el aspecto de una calavera.
—Me confunde, Andreich. Después de todo yo no puedo darle nada semejante. No tengo manos como las suyas. ¿Cómo ha podido acordarse de mi cumpleaños?
—No se preocupe, — replicó Potapov—. ¿Qué otra fecha notable nos queda en la vida? Ambos pestañearon.
—¿Quiere té? — preguntó Potapov—. Tengo una marca especial.
—No Andreich, no necesito té. Voy a salir de visita.
—¡Magnífico! — dijo Potapov complacido—. ¿Con su "vieja"?
—¡Sí!
—Esa es la cosa; Ven Valentulya, no me grite en la oreja.
—¿Qué derecho tiene una persona de burlarse de otra?