Porque no había regreso de
Más que nada, a Nadelashin le gustaba escuchar las discusiones y las conversaciones de los profesores, académicos de barbas grises, sacerdotes, antiguos bolcheviques, generales y extranjeros cómicos. Era su deber escucharlos, pero lo hacía, también, por su sola satisfacción. Hubiera preferido escuchar esas historias desde el principio hasta el fin: cómo algunos habían vivido previamente y por qué habían sido arrestados. Pero por culpa de sus obligaciones nunca podía. Lo asombraba que en los meses de horror en que se quebraban sus vidas, se decidían sus destinos, aquellas gentes encontrasen coraje para no hablar de sus sufrimientos sino acerca de cualquier cosa que les pasase por la mente: artistas italianos, las costumbres de las abejas, la caza de lobos, cómo un tipo Le Corbousier construye casas aunque no construía para ellos.
Una vez se le ocurrió a Nadelashin oír una conversación que le interesó especialmente. Sentado en la parte de atrás de un coche celular "Varanok", acompañaba a dos prisioneros encerrados dentro bajo llave. Se los trasportaba de Bolshaya Lubyanka a Sukhanov "dacha" como se lo llamaba —una endiablada prisión fuera de Moscú— de donde muchos iban a la tumba, otros al manicomio y muy pocos retornaban a Lubyanka. Nadelashin no había trabajado nunca allí, pero sabía que la comida era administrada con tortura refinada. No se les daba a los prisioneros el alimento ordinario, la comida pesada, de cualquier otra parte, sino que se les daba una alimentación sabrosa, ligera, de sanatorio. La tortura estaba en las porciones. Medio platillo de caldo, una octava parte de albóndiga, dos tiritas de papas fritas. Esto no los alimentaba —solamente les recordaba lo que habían perdido—. Era mucho más desesperante que un bol de sopa aguada, y los ayudaba a perder la razón.
Se trataba de dos prisioneros del "Varanov" que se trasladaban no separados sino juntos por alguna razón especial. Al principio Nadelashin no escuchaba lo que ellos hablaban a causa del ruido del motor. Pero algo anduvo mal en él y el conductor tuvo que salir por un rato dejando al oficial sentado al frente. Nadelashin pudo oír entonces la tranquila conversación de los prisioneros a través de las rendijas de la puerta de atrás. Reñían a propósito de deliberar sobre el gobierno y el zar, pero no del actual gobierno ni de Stalin. Discutían sobre Pedro el Grande.;Qué había hecho él con ellos? Lo estaban criticando de todas las formas posibles. Uno de ellos lo criticaba, entre otras cosas, por haber eliminado el traje nacional privando a la gente de individualidad. Enumeraban en detalle, con un conocimiento extraordinario del tema, qué ropas usaban, qué apariencia tenían y en qué circunstancia se las ponían. Decían, que todavía ahora no era tarde para revivir ciertas vestimentas, que podrían todavía ser deseables y confortables combinados con las ropas actuales, sin copiar ciegamente a París. El otro prisionero bromeó —cómo podían bromear todavía— que para esto se necesitarían dos hombres: un sastre brillante capaz de ordenar el conjunto y un tenor de moda que se fotografiara luciéndolo. De tal modo pronto toda Rusia lo adoptaría.
La conversación era particularmente interesante para Nadelashin puesto que el oficio de sastre era todavía su pasión secreta. Después de sus períodos de tarea en los corredores supercargados de locuras, se calmaba con el ruido de las telas, la suave flexibilidad de los pliegues, la bondad de este trabajo.
Cosía ropas para sus hijos, cortaba vestidos para su mujer, trajes para él. Pero lo guardaba en secreto.
El oficio de sastre era considerado una ocupación inconveniente dentro del servicio militar.
LA TAREA DEL TENIENTE CORONEL