—Bien, — dijo Nerzhin, con energías secándose el pecho y la espalda con la toalla. No le he gustado a Yakonov. Parece que mi actitud hacia el GRUPO SIETE es la del cadáver de un borrachín en la verja de Mavrino. Además de esto, propuso ayer que yo fuera trasferido al grupo criptográfico, y rehusé.
Sologdin levantó la cabeza y sonrió irónicamente, sus dientes firmes, redondeados, intactos, sin deterioros pero espaciados por los golpes brutales, brillaban entre su acicalado bigote gris rojizo y su barba.
—No estás actuando como un "calculador" sino como un "poeta".
Nerzhin no se sorprendió. Era una de las bien conocidas excentricidades de Sologdin —hablar en lo que él llamaba la lengua de la Máxima Claridad— sin hacer uso de lo que él llamaba "palabras pájaros”, o "palabras de derivación extranjera". Era imposible saber cuándo jugaba o cuándo creía en sus rarezas. Con mucha energía, a veces arbitrariamente, a veces groseramente, retorcía y daba vueltas, tratando de evitar en su discurso hasta palabras tan esenciales como "ingeniero" y "metal". En sus conversaciones durante el trabajo y con los amos trataba de seguir la misma línea y en ocasiones los hacía esperar hasta que no acertara con la palabra.
Esto habría sido imposible si Sologdin hubiera tratado de congraciarse con la administración, obtener trabajos más importantes, recibir una mejor ración de alimento. Pero justamente, era de otra manera que él hacía su camino. Por todos los medios posibles Sologdin evitaba las atenciones de las autoridades y el estímulo de sus favores.
De tal manera, en la
Tenía otras muchas extravagancias. Todo el invierno dormía bajo una ventana, insistía en tenerla abierta cualquiera fuese el frío. Y todavía para completar, estaba ese innecesario trabajo de cortar la leña cada mañana, en lo que había envuelto a Nerzhin y a Rubín. Lo principal era su particularidad de sostener una opinión incoherente sobre todos los temas, por ejemplo que la prostitución era un bien para la moral o que D'Anthés tenía razón en su duelo con Pushkin, opinión que él defendía con inspirado entusiasmo y a veces con éxito hasta cierto grado, brillando sus jóvenes ojos y mostrando en su sonrisa sus espaciados dientes por el rigor del campo.
Era imposible en ocasiones saber si estaba serio o bromeaba. Cuando se lo acusaba de arbitrariedad, reía a carcajadas. — ¡Ustedes llevan una vida aburrida, señores! ¡No podemos tener todos los mismos puntos de vista y los mismos cánones! ¿Qué ocurriría? No habrían más discusiones, ni cambio de opiniones. ¡Hasta un perro se hastiaría!
Y usaba supuestamente la palabra "señores" en vez de "camaradas" porque, habiendo estado lejos de la libertad durante doce años, no recordaba cómo eran las cosas
En ese mismo momento, Nerzhin, todavía medio desnudo, terminaba de secarse con su toallita.
—Sí, — dijo sin alegría—. Por desgracia, Lev tiene razón. Nunca seré un escéptico. Deseo tener una mano en los acontecimientos.
Se puso su camiseta, que era demasiado pequeña para él, y pasó sus brazos dentro de su over all.
Allí estaba Sologdin en pie, apoyado teatralmente contra el caballete, sus brazos cruzados sobre el pecho.
—Esto está bien, mi amigo. Su "agravada duda" —en el Lenguaje de la Máxima Claridad era la frase usual para decir escepticismo— debe ser abandonada algún día. Tú ya no eres más un muchacho. (Nerzhin era cinco años más joven que Sologdin). — Y debes definirte respecto de la función de lo bueno y de lo malo en la vida humana. Para hacerlo no hay mejor lugar que la prisión.
Las palabras de Sologdin sonaban llenas de entusiasmo, pero Nerzhin no se mostraba dispuesto a entrar en la gran cuestión primordial de lo bueno y de lo malo justo en ese momento. Colgó la húmeda, insuficiente, ordinaria toalla alrededor de su cuello como un echarpe. Encasquetó su gorro de oficial, una reliquia del frente que había llegado ya a abrirse en las costuras, se puso su saco acolchado, y dijo suspirando: —Todo lo que sabemos es que no sabemos nada.
Discípulo de Sócrates alzó la sierra, y ofreció la otra punta a Sologdin.
Se estaban enfriando, y se pusieron a aserrar con empeño. La sierra esparcía el polvo marrón de la corteza. Mordía con menos facilidad que cuando Spiridon la maniobraba, pero no obstante con eficacia. Los amigos habían aserrado juntos muchas mañanas, y el trabajo salía sin mutuas recriminaciones. Aserraban con la particular energía y celo que sobreviene cuando trabajar no es cuestión de necesidad.
Cuando comenzaron el cuarto leño, Sologdin, cuyo rostro se había puesto rojo y brillante, dijo abruptamente: —No agarres el nudo.
Después del cuarto leño, Nerzhin murmuró. — ¡Está anudado el bastardo!
Con cada golpe de sierra un aserrín fragante, blanco y amarillo caía sobre los pantalones y los zapatos de los leñadores. El trabajo mesurado les aportaba paz y reordenaba sus pensamientos.