Читаем En el primer cí­rculo полностью

Pronto, después de aquella tarde, él había salido para su misión en el extranjero. Al regreso le habían dado un artículo periodístico para escribir —o más bien para firmar— acerca de la desintegración del oeste, de su sociedad, de su moralidad, de su cultura, acerca de la pobre condición de su inteligencia y de la imposibilidad de su ciencia de producir algún progreso. No era la completa verdad, pero no era tampoco una total mentira. Los hechos existían, aunque había otros factores también. La hesitación de Yakonov podía haber despertado sospechas, dañado su reputación. Después de todo, ¿a quién heriría aquel artículo?

El artículo se publicó.

Agniya le devolvió su anillo por correo, envuelto en un pedazo de papel sobre el cual estaba escrito: "Para el Metropolitano Cirilo".

Él sintió alivio.

...Se levantó y, en pie, tan derecho como podía, se asomó a una de las pequeñas ventanas con rejas de la galería.

Olía a ladrillo, tosco, frío y húmedo. Lo que había adentro era indefinido: un montón de piedras rotas y basura.

Yakonov se alejó de la ventana; el latido de su corazón se hacía más lento y se recostó contra el marco de la mohosa puerta que no se había abierto desde hacía muchos años.

De nuevo el frío pesado de la amenaza de Abakumov lo conmovió.

Yakonov estaba en la cima de su poder visible. Había alcanzado el alto rango de un poderoso ministerio. Era inteligente, talentoso —y considerado como tal—. Su amorosa mujer lo esperaba en su hogar. Sus queridos niños dormían en sus pequeños lechos. Tenía un excelente departamento en un antiguo edificio de Moscú. Habitaciones con cielorraso y balcón, su salario mensual se calculaba en miles. Un coche Pobeda para su uso, que no hacía sino esperar su llamado. Sin embargo, estaba recostado con sus brazos apoyados sobre piedras muertas, y no quería seguir viviendo. Todo estaba tan sin esperanzas dentro de él que no tenía fuerzas para moverse.

La luz estaba aumentando.

Había una solamente pureza en el festivo aire helado. Abundantes agujas de escarcha rellenaban las anchas raíces del tronco del roble, las cornisas de las casi ruinas de la iglesia, las orejas de sus ventanas, los hilos eléctricos que conducían a la casa próxima, y, por debajo del ensanche el largo cerco circular que rodeaba la construcción del solar de un futuro rascacielo.

ASERRANDO LEÑA

La luz aumentaba.

La capa de agujas de escarcha cubrían no sólo el cerco de la zona y de la pre-zona del área, sino también del alambrado de púa, retorcido en veinte hilos formando sus puntas miles de estrellas y empotrado dentro de una talla de la costa; el techo en pendiente del miradero y los altos muros de maleza de la tierra libre más atrás de los hilos.

Dimitri Sologdin miraba con ojos muy abiertos aquel milagro y sintió delicia al hacerlo. Estaba de pie cerca del caballete para aserrar leña. Llevaba un saco acolchado sobre un overol azul; su cabeza estaba desnuda y sus cabellos mostraban los primeros mechones grises. Era un insignificante esclavo y no tenía derechos. Había sido hecho prisionero hacía ya doce años, pero después de la segunda sentencia, no había final en la prisión para él. La juventud de su mujer se había extinguido en inútil espera. De tal manera, para no ser despedida de su trabajo actual como varias veces ya lo había sido de otros, ella había mentido, diciendo que su marido no existía, terminando toda correspondencia con él. Sologdin no había visto nunca a su único hijo. Su mujer estaba embarazada cuando él fue arrestado. Sologdin había sobrevivido a los bosques de Cherdynnks al norte de los Urales, y a las minas de Vorkuta más allá del Círculo Ártico, y a dos procesos, el primero, que duró medio año y uno el segundo. Había tenido insomnios, agotamiento, pérdida de fluidos corporales. Hacía mucho tiempo que su nombre y su futuro se habían fundido completamente en el barro. Su propiedad personal era un par de pantalones gastados, guardados ahora en el depósito, en espera de tiempos peores hacia adelante. Como todo dinero, recibía treinta rublos por mes, no en moneda. Podía respirar aire puro sólo a ciertas horas fijas, permitidas por el administrador de la cárcel.

A pesar de todo había una inviolable paz en su alma. Sus ojos brillaban como los de los jóvenes. Su pecho desnudo a la helada se alzaba con la plenitud de la juventud.

Sus músculos, que se habían vuelto como hilos secos durante las etapas de los procesos, se habían desarrollado de nuevo, sólidos y anhelantes por actuar. Por esto voluntariamente y sin ninguna compensación, venía cada mañana a aserrar y hachar leña para el fuego de la cocina de la cárcel.

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