Читаем En el primer cí­rculo полностью

No obstante, el hacha y la sierra —armas terroríficas en manos de un zek— no le eran confiadas tan simplemente. La administración de la cárcel que obligada por su paga a sospechar perfidia en los actos más inocentes de los zeks, juzgando a los otros por ella misma, no podía creer que una persona quisiese de buena voluntad realizar un trabajo por nada... Por lo tanto, Sologdin fue sospechado seriamente de preparar una evasión o un levantamiento armado. Una orden se expidió para apostar un guardián a una distancia a cinco pasos, mientras Sologdin trabajaba, de manera que pudiese vigilar cada movimiento que él hiciera y a la vez quedar inalcanzable para ser atacado con el hacha. Había gente capaz para este peligroso trabajo, y la relación en sí —un guardián por trabajador— no pareció extravagante en una administración adoctrinada en los buenos valores morales del GULAG. Pero Sologdin se puso testarudo, lo que no hizo sino aumentar las sospechas. Declaró con intemperancia que no trabajaría en presencia de un guardián personal. Por un tiempo el corte de leña para el fuego paró. El director de la prisión no podía obligar a trabajar a los zeks —no era un campo y los zeks estaban ocupados en un trabajo intelectual independiente de su jurisdicción—. El problema básico era que los oficiales proyectistas y las oficinas de cuentas no habían tomado las providencias para que el ayudante de cocina hiciera esta clase de trabajo. Por otra parte las empleadas mujeres, libres, que preparaban la comida de los prisioneros, se rehusaban a cortar leña porque no se les pagaba para eso. La administración ensayó el envío de los guardianes que gozaban de descanso para que realizaran este trabajo fuera de hora, interrumpiendo sus juegos de dominó en la sala de guardia. Se trataba de muchachones que habían sido escogidos por su buena salud; sin embargo, en el curso de sus años de servicio en la guardia, evidentemente perdían su habilidad para trabajar —les dolían las espaldas, y el juego de dominó los atraía—. Simplemente parecía que no podían cortar tanta leña como se necesitaba. Y al fin el director de la prisión tuvo que darse por vencido. Sologdin y otros prisioneros que fueron a trabajar con él —a menudo Nerzhin y Rubín— tuvieron permiso para cortar y aserrar sin vigilancia especial. De todos modos podían ser vistos desde la torre de guardia como si estuvieran al alcance de la mano y los oficiales de turno fueron instruidos para que mantuvieran el ojo alerta sobre ellos desde todos los rincones de alrededor.

Cuando la oscuridad se disipaba y las luces de las lámparas se apagaban con la luz del día, el conserje Spiridon aparecía en torno del edificio; llevando un saco verde y un gorro de piel con grandes orejas que parecían brotar de él. El conserje también era un zek, pero estaba bajo las órdenes del instituto de administración y no de la prisión. Solamente para evitar una disputa era que él afilaba el hacha y la sierra para la administración de la prisión. Cuando él se aproximó, Sologdin se dio cuenta de que llevaba consigo la sierra que faltaba de su lugar.

A cualquier hora entre el despertar y el apagarse de las luces, Spiridon Yegorov caminaba sin escolta por el patio, custodiado por las ametralladoras. La administración había decidido dar este atrevido paso porque Spiridon era absolutamente ciego de un ojo y con solamente un treinta por ciento de visión en el otro. Aunque se suponía que había tres porteros en la sharashkasegún el cuadro de organización, desde que el patio consistía en varios patios conectados sobre un área total de casi dos hectáreas, Spiridon, que no lo sabía, cargaba con todo el trabajo y no lo pasaba mal. El mayor problema era que él comía allí, no menos de un kilo y medio de pan negro por día, pues se podía comer tanto pan como se quisiera, y los muchachos le dejaban además su kasha. Obviamente Spiridon había aumentado de peso y había mejorado de aspecto desde los tiempos de Sev Urallag, desde sus tres inviernos de leñador y sus tres primaveras de jangadas cuando acarreaba en brazos muchos miles de leños.

—¡Eh, Spiridon! — gritó Sologdin impaciente.

—¿Qué?

El móvil rostro de Spiridon, con sus bigotes rojizos, sus ojos grises, cejas y piel rojiza, a menudo tomaba una expresión de atención complaciente cuando alguien le hablaba como ahora. Sologdin no sabía que esta demostración de atención complaciente de parte de Spiridon era una señal de burla.

—¿Cómo qué? ¿Esa sierra no corta?

—¿Por qué no habría de cortar? — preguntó Spiridon sorprendido—. ¡Se ha quejado usted mucho este invierno! ¡Bueno, hagamos una demostración!

Y le pasó una de las manijas de la sierra.

Comenzaron a aserrar. Una o dos veces la hoja saltó del otro lado de la canaleta como si no quisiera calzar en ella, después mordió y agarró.

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