Читаем En el primer cí­rculo полностью

Nerzhin, que se había despertado de mal humor estaba pensando ahora que únicamente el primer año de campo pudo agobiarlo, que ahora tenía otra resistencia, y que despacio, con una comprensión de las profundidades de la vida, saldría una mañana a formar fila con su saco acolchado manchado de yeso o nafta y tenazmente se arrastraría a través de las doce horas diarias —y seguiría durante los cinco años que le quedaban hasta el final de su término—. Cinco años no son diez. Se puede durar cinco.

Pensó, también acerca de Sologdin, cómo había adquirido algo de su serena comprensión de la vida; cómo fue Sologdin quien particularmente había sido el primero en tocarle con el codo para hacerle pensar qué una persona no debería mirar la prisión como un castigo, sino también como una bendición.

Así era como corrían sus pensamientos mientras empujaba la sierra. No podía imaginar que su acompañante, tirando hacia sí la sierra en aquel momento, estaba pensando que la prisión era como una maldición sin remedio de la cual uno debía sin duda escapar un día.

Sologdin meditaba acerca del proyecto de ingeniería que había logrado elevar en total secreto durante los últimos pocos meses y particularmente en las últimas semanas. Eso le prometía la libertad. Pensó en el veredicto sobre su trabajo, que conocería después del almuerzo —no tenía duda de que iría a ser un éxito—. Con una especie de violento orgullo, Sologdin pensó en su cerebro, exhausto por varios años de interrogatorios y tantos de hambre en los campos con la consecuente deficiencia de fósforo, y sin embargo capaz todavía de competir en un problema tan importante. A los cuarenta, a veces los hombres tienen un fresco repunte de vitalidad, especialmente cuando su surplus de energía física no se ha gastado en procrear, sino trasformado, de una misteriosa manera, en fuerza intelectual. Pensó además en la inminente partida de Nerzhin de la sharashka, inevitable ahora después de haber hablado tan temerariamente a Yakonov.

Mientras tanto seguían aserrando. Sus cuerpos entraban en calor. Sus caras se encendían. Se quitaron los sacos acolchados que tiraron sobre los troncos, y hubo una pila de leños para el fuego, por obra de su labor, pero todavía no tenían el hacha.

—¿No es bastante? — preguntó Nerzhin—. Hemos cortado más de lo que podemos hachar.

—Descansemos un poco, — asintió Sologdin, dejando caer la sierra con un golpe que hizo sonar su hoja cortante.

Ambos se sacaron los gorros. Un vapor se levantó de los espesos cabellos de Nerzhin y de los ralos de Sologdin. Respiraban profundamente. El aire parecía haber penetrado en los más recónditos rincones de sus cuerpos.

—Pero si te envían ahora al campo, — preguntó Sologdin—. ¿Qué pasaría con tu trabajo sobre los tiempos existentes? (Con ello quería significar, sobre historia).

—¿Cuál es la diferencia? Después de todo no me he deteriorado aquí tampoco. Mantener una singular línea sobre la que escribo me hace tan culpable para el calabozo aquí, como afuera. No tengo acceso a una biblioteca, y no se me permitirá entrar en un archivo mientras viva. Si estás hablando de papel fresco, entonces puedo encontrar un pino o un abedul en la selva del norte. Donde ningún espía podrá nunca arrebatarme mi ventaja, la pena que he sentido dentro de mí y que he podido ver en otros es más que suficiente para iluminar mis especulaciones sobre la historia. ¿Qué piensas tú de ello?

—¡Magnífico! — exclamó Sologdin absorbiendo densamente las palabras—. En esa primaria esfera en la que se desarrolla el pensamiento.

—Esfera es una palabra pájaro, — le recordó Nerzhin.

—Pido disculpas, — dijo Sologdin—. Ves qué poco inventivo soy. En esa bola primaria—llevó la mano a su cabeza— la fuerza inicial de un pensamiento determina el éxito de cualquier causa. Lo mismo que un árbol vivo, sólo da frutos si se le permite desarrollarse naturalmente. Los libros y las opiniones ajenas son como tijeras que cortan la vida del pensamiento. Se debe llegar al pensamiento por uno mismo. Más tarde uno puede verificarlo en un libro. Tú has madurado grandemente. Tú has... madurado. Nunca lo esperé.

Se había enfriado. Sologdin tomó su gorro del extremo del caballete y se lo puso. Nerzhin se puso el suyo también. Estaba halagado, pero no permitiría que el halago se le subiera a la cabeza.

Sologdin volvió a hablar.

—Y ahora, Glebchik, que tu partida puede ser súbita, debo apurarme por hacerte ver algunas de mis reglas. Pueden volverse útiles para ti. Obviamente, me estorba ser duro de lengua y simple de mente...

Esto era típico de Sologdin. Antes de exponer una idea brillante siempre comenzaba por desprestigiarse.

—Y tu débil memoria, — dijo Nerzhin, ayudándolo, — y sobre todo el hecho de que eres tú una frágil vasija llena de errores.

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