—Pero al profesor no se lo puede incomodar para hablar con cualquier desconocido que llame, — dijo la mujer, ofendiéndose.
Parecía como si fuese a cortar allí mismo.
Del otro lado del vidrio grueso, la gente pasaba rápidamente por la fila de cabinas, adelantándose unos a otros. Ya alguien estaba esperando fuera de la cabina de Innokenty.
—¿Quién es Ud.? ¿Por qué no puede dar su nombre?
—Soy un amigo. Tengo noticias importantes para, el profesor.
—Y entonces. ¿Por qué tiene miedo de dar su nombre? Ya era hora de que cortara. La gente no debería tener mujeres estúpidas,
—¿Y quién es usted?¿Su mujer?
—¿Por qué tengo que contestarle primero? — se enfureció la mujer, — dígamelo Ud.
Debería cortar la comunicación inmediatamente. Pero el profesor no era el único envuelto en este asunto... A esta altura, Innokenty estaba encolerizado; ya no pretendía disimular su voz o hablar con calma. Empezó a implorar con excitación por el teléfono. — Óigame, oiga; ¡tengo que prevenirlo de un peligro!
—¿De un peligro? — La voz de la mujer bajó, luego se quebró. Pero no llamó a su marido —¡en absoluto! Mayor razón para que no lo llame. A lo mejor no es cierto. ¿Como me puede probar que dice la verdad?
El piso ardía bajo los pies de Innokenty y el negro auricular colgado de su pesada cadena de acero se derretía en su mano.
—Óigame, oiga —gritó desesperadamente—. Cuando el profesor estuvo en París en su reciente viaje prometió a sus colegas franceses que les daría algo. Cierto remedio, y se supone que se los dará dentro de unos días. ¡A extranjeros! ¿Me entiende;" ¡No debe haberlo! ¡No debe dar nada a los extranjeros! Podría ser utilizado como una provocación.
—Pero— Se oyó un apagado "click” y después silencio total. No ya el habitual tono o zumbido en la línea. Alguien había cortado la comunicación.
LA IDEA DE DANTE
—¡Nuevos!
—¡Han traído nuevos!
Los prisioneros del campamento formaban fila dentro del corredor principal. Un grupo de zeks de Mavrino, algunos de ellos yendo a cenar; otros que ya lo habían hecho en el primer turno, se juntaban alrededor de los primeros.
—¿De dónde, camaradas?
—Amigos, ¿de dónde vienen?
—¿Y qué tienen todos ustedes en el pecho y en las gorras?, ¿qué clase de marcas son esas?
—Allí estaban nuestros números, — dijo uno de los recién llegados. — En nuestras espaldas y también en nuestras rodillas. Cuando nos mandaron salir del campo los arrancaron de la ropa.
—¿Qué quieren decir con números?
—Señores —dijo Valentine Pryanchikov—, ¿puedo preguntar en qué época vivimos? — Se dirigió a su amigo Lev Rubín—. Números sobre seres humanos, Lev Grigorich, permítame que le pregunte si es lo que usted llama progreso.
—Valentulya, no arme escándalo —dijo Rubin—. Vaya y búsquese la comida.
—Pero, ¿cómo es posible poder comer si los seres humanos andan por ahí con números en las gorras? ¡Es el Apocalipsis!
—Amigos —dijo otro zek de Mavrino—. Dan nueve atados de Belomors por la segunda mitad de diciembre. Tienen suerte.
—¿Usted quiere decir Belomor-Yavas o Belomor-Dukats?
—La mitad de cada una.
—¡Reptiles!, ahogándonos con Dukats. Voy a quejarme al ministro. Se lo juro.
—Y ¿qué clase de ropa es ésta? — preguntó el recién llegado que había hablado primero—. ¿Por qué están todos ustedes vestidos como paracaidistas?
—Es el uniforme que nos hace usar ahora los carroñas; nos están apretando el torniquete. Antes entregaban trajes de lana y sobretodos de paño.
Más zeks de Mavrino vinieron desde el comedor.
—Miren, nuevos.
—Vamos camaradas, basta de comportarse como si nunca hubieran visto prisioneros. ¡Están entorpeciendo todo el corredor!
—Pero. ¡Qué veo! Dof Dneprovsky. ¿Dónde has estado durante todo este tiempo Dof? Te busqué por toda Viena en el "45" ¡por toda la condenada ciudad!
—Todos harapientos y barbudos, ¿de qué Campo, amigos?
—De diferentes. De Rechlag.
—Dubrovlag.
—¿Cómo es que he estado haciendo tiempo durante más de ocho años y no he oído nada de ellos?
—Son campos nuevos. Campos especiales. Se formaron el año pasado, en el 48. Hubo una directiva de Stalin para reforzar la retaguardia.
—¿La retaguardia de quién?
—Justo a la entrada del Prater de Viena me pescaron y, al vagón de policía.
—Un momento, Mitenka, oigamos a los nuevos.
—No, ¡afuera para la caminata!, ¡afuera para la caminata! ¡Afuera al aire fresco! Es el reglamento —aunque haya terremotos— Lev va a interrogar a los nuevos, no se preocupe.
—¡Segundo turno! ¡Comida!
—Ozerlag, Luglag, Steplag, Peschanlag.
—Se creería que hubiera en la M.V.D. algún poeta no reconocido todavía del tamaño de Pushkin. No tiene inspiración para un poema, ni siquiera para un verso; solamente le da nombres poéticos a los campos de concentración.
—Ja!, ¡ja!, ¡ja! Eso es muy gracioso, señores, muy gracioso —dijo Pryanchikov, ¡En qué época estamos viviendo!
—¡Tranquilo, Valentulya!
—Discúlpeme, — un recién llegado le preguntó a Rubin—. ¿Cómo se llama usted?
—Lev Grigorich.
—Usted ¿es ingeniero también?
—No, no soy ingeniero, soy filólogo.
—¿Filólogo? ¡Hasta tienen filólogos aquí!