SCHIKIN, comandante del Ministerio de Seguridad.
SCHUSTERMAN, teniente, guardián en Mavrino.
SEVASTIANOV, viceministro de Seguridad.
SHVAKUN, teniente del Ministerio de Seguridad.
SMOLOSIDOV, teniente.
STEPANOV, Boris Sergueievich, secretario del partido en Mavrino.
VITALIEVNA, Serafina (o Simochka), teniente del Ministerio de Seguridad.
VOLODIN, Dotnara (o Dotty), hija del fiscal Makariguin, esposa de I.A. Volodin.
YAKONOV, Antón Nikolaievich, coronel de ingenieros.
¿QUIÉN ES USTED?
Las agujas afiligranadas indicaban las cuatro y cinco.
A la luz ya mortecina de aquel día de diciembre, la esfera de bronce del reloj parecía casi negra en el estante.
La ventana, alta y de doble cuerpo, que nacía del mismo piso, abría el ojo en alguna parte hacia el animado ajetreo de la calle, donde los porteros apartaban a paladas la nieve de color marrón sucio que ya estaba barrosa bajo los pies de los transeúntes, a pesar de haber caído recientemente.
Con la mirada fija en la escena, pero la mente bien lejos de ella, el Consejero de Estado de segundo rango Innokenty Volodin, apoyado en el marco de la ventana, silbaba algo prolongado y agudo, mientras sus dedos hojeaban las páginas brillantes y multicolores de una revista extranjera. Pero no veía lo que había en ella.
El Consejero de Estado de segundo rango, Innokenty Volodin, cuya jerarquía correspondía a la de teniente coronel en el servicio diplomático, era alto y estilizado. Sin uniforme, vestido con un traje de una tela escurridiza, parecía más un joven despreocupado y mundano que un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores. Ya era hora de encender las luces de la oficina, o de marcharse a casa, pero Innokenty no hizo ni lo uno ni lo otro.
Las cuatro de la tarde no significaban la finalización de un día de trabajo, sino de la parte diurna más corta de la jornada laboral. Ahora todos irían a sus casas a cenar y a dormir un rato, hasta que más tarde, a partir de las diez, miles y miles de ventanas en sesenta y cinco ministerios de Moscú se encenderían de nuevo. Un solo hombre, protegido por una docena de paredes, como en una fortaleza, sufría de insomnio, y había ordenado a todo el personal oficial de Moscú a guardar vigilia con él hasta las tres o cuatro de la madrugada. Conociendo los hábitos nocturnos del Soberano, las seis decenas de ministros permanecían en vela, alertas como colegiales a la expectativa de ser requeridos. Para mantenerse despiertos ponían en pie de guerra a sus secretarios privados, y éstos enloquecían a los jefes de sección. Los encargados de los ficheros, subidos en escaleras, se concentraban en sus catálogos, los empleados de archivo corrían por los pasillos, nerviosas secretarias rompían las puntas de sus lápices.
Hoy mismo, en la víspera de la Navidad occidental, hacía dos días que las embajadas permanecían tranquilas, paralizadas, con sus teléfonos en silencio. En este mismo instante su personal estaría probablemente reuniéndose alrededor de los árboles de Navidad. Había trabajo nocturno en sus propios ministerios. Algunos jugarían al ajedrez, otros contarían historias, o dormitarían en sillas poltronas; pero siempre habría trabajo.
Los dedos nerviosos de Volodin hojeaban la revista, ágil y distraídamente, mientras en su interior aparecía una sensación de miedo, quemándole un poquito, y luego de apaciguarse, se enfriaba.
¡Cómo recordaba Innokenty desde su infancia precisamente el nombre del doctor Dobroumov! Entonces no era una celebridad, ni lo mandaban al extranjero con delegaciones; ni siquiera se lo conocía como científico, sino simplemente como un facultativo que salía a hacer visitas médicas. La madre de Innokenty se enfermaba a menudo y siempre trataba de llamar a Dobroumov. Le tenía mucha fe. En cuanto llegaba y se despojaba de su gorra de piel de foca en el vestíbulo, por el departamento se extendía una atmósfera de bienestar, de calma, de seguridad. Nunca permanecía menos de media hora en la cabecera de la cama. Averiguaba acerca de todas sus dolencias, y luego, como si le produjera gran satisfacción, examinaba a la paciente, recetándole lo que la curaría. Al retirarse, nunca pasaba cerca del muchacho sin hacerle alguna pregunta y sin detenerse para oír la contestación, como si esperase seriamente oír algo inteligente. El médico ya encanecía entonces. ¿Cómo estaría ahora?
Innokenty arrojó la revista y encogiéndose, caminó por la habitación. ¿Debería telefonear o no?
Si se hubiese tratado de algún otro profesor de medicina que no hubiese conocido personalmente, Innokenty no habría pensado siquiera en prevenirle, pero, ¡siendo Dobroumov!
¿Habría una posibilidad de identificar a una persona hablando por un teléfono público, si colgaba inmediatamente, sin perder tiempo y desaparecía? ¿Sería posible reconocer una voz ahogada en el teléfono? A ciencia cierta no existía una técnica al respecto.