Se dirigió a su escritorio. Todavía podía distinguir a la luz del atardecer la primera carilla de las instrucciones de su nueva designación. Debía irse antes del día primero de año, el miércoles o el jueves. Era más lógico esperar. Era más razonable esperar.
¡Demonios! Un escalofrío sacudió sus hombros tan poco acostumbrados a semejantes cargas. Hubiera sido mejor no haberse enterado; no haber sabido nada, jamás haberse enterado.
Tomó las instrucciones y todo lo demás de su escritorio y lo llevó a la caja fuerte.
¿Cómo podía alguien condenar lo que Dobroumov había prometido? Mostraba la generosidad de un hombre de talento. El talento es siempre consciente de su propia riqueza y no tiene inconveniente en ser compartido.
Pero la inquietud de Innokenty aumentó, se recostó contra la caja fuerte, la cabeza gacha, y permaneció allí con los ojos cerrados.
Luego, súbitamente, como si estuviese dejando escapar su última posibilidad, dejando de telefonear al garaje por su auto y de cerrar el tintero, Innokenty salió de la oficina y cerró la puerta, entregando la llave al ordenanza de turno al otro extremo del corredor. Se puso su sencillo sobretodo y precipitose escaleras abajo, casi a la carrera, adelantándose al personal permanente del edificio, a sus dorados galones y pasamanerías. Corrió hacia afuera, hacia el crudo crepúsculo, encontrando un alivio al hacerlo.
Sus zapatos de estilo francés se hundieron en la nieve mojada y sucia.
Pasando el monumento a Vorovsky, en el semicerrado patio del ministerio, Innokenty miró hacia arriba y tembló. Percibió un distinto significado en el edificio nuevo del Bolshaya Lubyanka, que miraba hacia la calle Furkasovsky, y se estremeció. Este edificio gris negruzco de nueve pisos era un acorazado: sus dieciocho pilares a estribor parecían dieciocho cañones. El barquito solitario y frágil, que era Innokenty, se sintió atraído hacia la proa del pesado pero veloz navío, a través de la pequeña plaza.
Giró, como para salvarse, hacia la derecha, bajando por Kuznestsky Most. Allí, apretado contra el cordón de la vereda, había un taxi próximo a arrancar. Innokenty se metió en él y ordenó al chófer continuar por Kuznestsky Most y doblar hacia la derecha bajo las luces recién encendidas de Petrovka.
Todavía dudaba, preguntándose dónde podría telefonear sin tener a alguien fuera de la cabina golpeándole el vidrio con una moneda. Pero buscar una cabina quieta y aislada, resultaría aún más evidente. ¿No sería mejor encontrar alguna, justo en la mitad del tumulto, con tal que estuviese contra la pared? Decidió también que era estúpido estar vagando con un chófer de taxi como testigo. Hundió la mano en el bolsillo en busca de una moneda de quince kopeks. Pero todo carecía ya de importancia. Durante los últimos minutos Innokenty había experimentado una gran calma. Se dio cuenta con gran claridad de que no tenía otra alternativa. Tal vez fuese peligroso o no, pero si no lo hacía...
No es posible permanecer siendo un ser humano: si se tiene excesiva prudencia.
Enfrentando las luces del tráfico, en Okhotny Ryad, sus dedos descubrieron dos monedas de quince kopeks. ¡Buen augurio!
Pasaron por el edificio de la Universidad, e Innokenty ordenó al chófer tomar hacia la derecha. Llegaron al Arbat velozmente. Innokenty dio al chófer dos billetes sin pedir cambio y cruzó la plaza a pie esforzándose por mantener un paso mesurado y lento. El Arbat todo estaba ya encendido. Filas de espectadores frente al cine esperaban para ver "El amor de una bailarina". La letra roja "M" en la estación del subterráneo estaba casi oculta por la niebla gris. Una mujer con aspecto de gitana vendía ramas de mimosa amarilla.
¡Trata de hacerlo lo antes posible! ¡Dilo lo más breve posible y cuelga inmediatamente! Entonces el peligro será mínimo. Innokenty siguió adelante. Una muchacha le echó una mirada al pasar. Y otra.
Una de las cabinas telefónicas de madera, fuera de la estación del subterráneo, estaba vacía, pero Innokenty la sorteó y entró en la estación.
Allí había cuatro mas, hundidas en la pared, todas ocupadas. Pero a la izquierda un tipo vulgar ligeramente "en copas" ya cortaba. No bien salió. Innokenty entró rápidamente, cerrando con cuidado la gruesa puerta de vidrio y, sosteniéndola con una mano, mientras que con la otra, temblando y sin sacarse el guante, insertaba la moneda y discaba el número.
Después de varias llamadas levantaron el auricular en el otro extremo de la línea.
—¿Sí? — contestó una voz, condescendiente e irritada de mujer.
—¿Es la residencia del Profesor Dobroumov?, — preguntó, tratando de cambiar la voz.
—Sí.
—¿Puede llamarlo al aparato, por favor?
—¿Quién quiere hablar con él? — la voz de la mujer era hastiada y perezosa. Probablemente estaría recostada en un diván y no tendría prisa.
—Bueno, la verdad es que... Ud. no me conoce,... Mire, eso no tiene importancia. Pero para mí es muy urgente. ¡Por favor llame al profesor al aparato!
Demasiadas palabras innecesarias —y todo por esta amabilidad de porquería.