EL SEGUNDO ALIENTO
Nunca en su vida había pasado una noche tan interminable. No había dormido en absoluto y más pensamientos se habían agolpado en su cabeza que en un mes de vida normal. Le había sobrado tiempo para pensar mientras arrancaban el oro de su uniforme diplomático, y mientras esperaba semidesnudo después de la ducha, y en los muchos "boxes" donde lo habían encerrado en el curso de la noche.
—Otra vez lo asaltó el significado de las palabras "Guardar para siempre". Pudieran o no probar que él había telefoneado —y por lo menos era seguro que habían oído la conversación— una vez arrestado no lo dejarían ya en libertad. Conocía bien la garra de Stalin: ella no devolvía a la vida. Tendría suerte sin lo sentenciaban solamente a un campo; en su situación podían mandarlo a uno de los monasterios convertidos, donde se prohibía sentarse todo el día y pasaban años sin hablar. Nadie sabría nada de él, ni él del mundo, aunque continentes enteros cambiaran de bandera o la gente aterrizara en la luna. Y los prisioneros indefensos podían ser fusilados en celdas solitarias. Ya había sucedido...
¿Pero tenía, de veras miedo a la muerte?
Al principio esperaba con agrado cualquier incidente trivial, cada vez que se abría la puerta; cualquier cosa que interrumpiera la soledad, su nueva y extraña existencia en la trampa. Pero ahora, al contrario, quería pensar hasta llegar a una idea importante pero todavía vaga; y estaba contento de volver a su primer "box" y de quedar solo allí mucho tiempo, aunque alguien siempre le observara por la mirilla.
De repente su cerebro se vio libre de una capa adventicia y lo que había leído y pensado durante el día de la oficina emergió con toda claridad:
"La fe en la inmortalidad nació de la codicia de seres insatisfechos... El hombre sabio cree que la duración de su vida es suficiente para completar el círculo de los placeres alcanzables..."
¿Pero se trataba en verdad de placeres? Él había tenido dinero, buena ropa, estima, mujeres, vino, viajes, pero en este momento hubiera mandado al infierno a todos esos placeres a cambio de justicia y verdad;...
¡y nada más!...
¿Y cuantos más como él, desconocidos de cara y nombre, estaban encerrados en los compartimientos de ladrillo de este edificio? ¡Qué insoportable morir sin ningún intercambio mental y espiritual con ellos!
No era difícil inventar una filosofía bajo ramas umbrosas en períodos estáticos de paz y orden, cuando nada sucedía.
Ahora, sin lápiz ni papel, todo lo que venía desde las sombras de su memoria adquiría un valor mágico. Siguió recordando:
"No debemos temer el sufrimiento físico. El sufrimiento prolongado nunca importa: el que sí importa, es siempre breve."
Ahora, por ejemplo: sentarse sin poder dormir, sin aire, durante días en un "box" donde era imposible estirar las piernas, ¿qué clase de sufrimiento era ése: prolongado o breve? ¿Importaba o no? ¿Y diez años en el solitario sin oír una sola palabra?
En el cuarto de fotografía y huellas dactilares Innokenty había visto que eran más de la una de la madrugada. Ahora serían más de las dos. Se obcecó en un pensamiento sin sentido, que ahuyento a otros mis serios: su reloj estaba donde se lo habían quitado, y seguiría marchando hasta que la cuerda se le acabase. Nadie volvería jamás a darle cuerda, y hasta que su dueño muriese o confiscaran sus propiedades seguiría marcando la hora —y el minuto— en que sus manecillas se habían detenido. ¿Qué hora sería esa?
¿Lo esperaría Dotty para ir a ver la opereta? ¿Había telefoneado al ministerio? Probablemente no; habrían ido a registrar el apartamento Era enorme: cinco personas tendrían que pasarse buscando la noche entera. ¿Qué encontrarían esos idiotas?
Dotty podría divorciarse y casarse de nuevo.
La carrera de su suegro quedaría arruinada: una mancha en su reputación. Y era capaz de contar todo y denunciar a Innokenty.
Todos los que habían conocido al consejero Volodin lo borrarían, por lealtad, de sus memorias. El monstruo silencioso lo aplastaría, y nadie en el mundo sabría jamás qué habría sido de él. ¡Y él tenía ganas de vivir para ver en qué se convertía el mundo! Eventualmente, toda la humanidad se uniría. Cesarían las "hostilidades de tribus". Las fronteras entre países desaparecerían y los ejércitos también. Se reuniría un parlamento mundial. Elegirían un presidente del planeta, que se descubriría ante la humanidad y diría...
—Venga con sus cosas.
—¿Qué?
—¿Qué cosas?
—Esos trapos suyos, por supuesto.
Se levantó sosteniendo chaqueta y gorra, más valiosos que nunca porque el "horno" no los había arruinado. En el umbral, junto al guardia del corredor, apareció un sargento insolente y moreno con charreteras celestes. ¿Dónde encontrarían tipos así? ¿Y qué trabajos les encomendaban?
—¿Apellido? — preguntó el sargento, consultando su hoja de papel.
—Volodin.
—¿Nombre?
—Cuántas veces tienen que preguntármelo?
—¿Nombre y patronímico?
—Innokenty Artemievich.
—¿Año de nacimiento?
—Mil novecientos diecinueve.
—¿Lugar de nacimiento?
—Leningrado.