Todo destinado a privar al prisionero de su equilibrio, de su capacidad para razonar y para resistir. Ahora su único, torturante deseo, era dormir. Suponiendo que lo dejarían en paz por un momento, y no sabiendo cómo arreglarse de otro modo, puso el taburete encima de la mesa, extendió en el piso su buen abrigo de lana con cuello de astrakán gris y se tendió en diagonal sobre él. En sus primeras tres horas de Lubianka había formado un nuevo concepto de la vida. Tenía la espalda sobre el piso, el cuello en brusco ángulo hacia arriba en un rincón; las piernas, con las rodillas torcidas, se amontonaban en otro rincón. Por un ratito, antes de que se le acalambrasen los miembros, sintió un maravilloso alivio.
Pero todavía no dormía, cuando la puerta se abrió con más ruido que nunca.
—¡Levántese!-ordenó la mujer.
El. movió apenas los párpados,
—¡Levántese, levántese! — era el conjuro de una bruja. — —Quiero dormir.
—¡Levántese! — gritó ella, inclinada sobre él como Medusa en una pesadilla.
Con dificultad pudo salir de su incómoda posición y ponerse de pie.
—Entonces lléveme a alguna parte donde pueda acostarme y dormir —dijo débilmente.
—Eso está prohibido —dijo la Medusa de charreteras celestes, golpeando la puerta.
Innokenty se apoyó en la pared y esperó mientras ella lo estudiaba largo rato por la mirilla; se iba, volvía y se iba otra vez.
De nuevo se desplomó sobre la túnica, aprovechando su ausencia y otra vez estaba a punto de dormirse cuando la puerta se abrió de golpe.
Un hombre nuevo, alto y fuerte como un herrero o un picapedrero, estaba en el umbral, con guardapolvo blanco.
—¿Apellido?-preguntó.
—Volodin.
—Traiga sus cosas.
Tomó el abrigo y sombrero y con ojos apagados se arrastró tras él guardia. Estaba tan extenuado, que no sabía si caminaba al mismo nivel, si subía o bajaba. Apenas tenía fuerzas para moverse y se hubiera tirado allí mismo, en el corredor.
Lo llevaron por una especie de pasaje angosto excavado en el espesor de un muro; luego por otro corredor, menos cuidado, con una puerta que se abría a un vestíbulo y baño. Allí el guardia le dio un trozo de jabón para lavar más pequeño que una caja de fósforos y le ordenó que se diera una ducha.
Su reacción fue lenta. Estaba acostumbrado a baños con azulejos, limpios como espejos. Y este baño de madera, que para una persona común estaba limpio, para él era de una suciedad repugnante. Se las arregló para encontrar un lugar seco en el banco y se desvistió allí; caminó con precauciones sobre el enrejado de madera mojada, lleno de marcas de pies desnudos y de zapatos. Hubiera preferido con mucho no tener que desvestirse ni bañarse, pero la puerta se abrió y el herrero de guardapolvo blanco le ordenó ponerse bajo la ducha.
La sala de duchas quedaba tras una puerta delgada y lisa con dos aberturas sin vidrios, cosa no típica de esta prisión. Por encima de cuatro enrejados, también sucios según el concepto de Innokenty, había cuatro duchas que manaban agua caliente y fría de primera categoría.
Pero Innokenty no se sintió feliz por eso ¿Cuatro duchas para una persona: hecho que tampoco le produjo alegría.
(Si hubiera sabido que en ese mundo lo acostumbrado era que cuatro se lavaran bajo una ducha, puede ser que sintiera agradecimiento por su ventaja multiplicada por dieciséis). Ya había arrojado con asco el jabón inmundo, maloliente.
(En sus treinta años de vida nunca había tocado un trozo de jabón como ese; ni sabía que pudiera existir). En dos minutos se lavó, en especial los restos del vello púbico que le picaba, irritado por la máquina de pelar; luego, con la impresión de haber quedado más sucio y no más limpio que antes, volvió a ponerse la ropa.
Pero en vano. Los bancos del vestíbulo estaban vacíos: se habían llevado toda su ropa, magnífica aunque mutilada y lo único que todavía estaba bajo el banco eran los chanclos y los zapatos metidos en ellos. La puerta cerrada, la mirilla tapada. No le quedaba más que sentarse en el banco como una estatua desnuda, como el "Pensador" de Rodin, y pensar en el asunto mientras se secaba.
Luego le entregaron ropa interior, de prisionero, áspera y muy lavada, con las palabras "Prisión Interna" en letras negras en el pecho y espalda, y un harapo cuadrado doblado en cuatro que al principio no reconoció como toalla. Los botones eran de cartón y algunos faltaban.
Había cuerdas pero también estaban arrancadas en algunos lugares. Los calzoncillos eran demasiado cortos y ajustados para él, y le irritaban la entrepierna. La camiseta, en cambio, era enorme y las mangas le colgaban hasta los dedos. No quisieron cambiarlos porque al ponérselos los había ensuciado.
Vestido con su absurda ropa interior, estuvo sentado mucho tiempo en el vestíbulo. Le dijeron que su otra ropa estaba en el "horno".