Pero la puerta se abrió, evitándole cometer tal infracción a los reglamentos. Volvieron a verificar su identidad; él respondía como alguien profundamente dormido. Le ordenaron que saliera "con sus cosas". Como en el "box" hacía bastante frío llevaba puesta la gorra, y el abrigo sobre los hombros. Quiso caminar así, sin comprender que le era posible llevar un par de puñales o pistolas cargadas bajo la chaqueta. Le ordenaron que pasara los brazos por las mangas y luego que colocara las manos desnudas a la espalda.
Con nuevos chasquidos de lengua lo llevaron a la escalera próxima al ascensor, y bajaron por ella. Habría sido interesante recordar cuántas vueltas dio, cuántos escalones bajó, y en los momentos de ocio reconstruir el plano de la prisión. Pero sus percepciones del mundo estaban tan alteradas, que se movía insensible, sin saber cuánto habían bajado, cuando de repente, desde algún otro corredor, otro guardia alto se acercó a ellos, chasqueando la lengua en forma tan concienzuda como el que conducía a Innokenty que abrió de pronto la puerta de una cabina de madera verde que obstruía un estrecho descansillo, lo empujó adentro y se apoyó en la puerta para mantenerla cerrada. Adentro había apenas espacio para estar de pie; la luz refleja venía de arriba. La cabina no tenía cielorraso: la luz venía del descansillo.
Hubiera sido humano protestar a gritos, pero Innokenty, ya acostumbrado a incomprensibles pruebas y al silencio de la Lubianka, se sometió; hizo lo que la prisión requería de él.
¡Por fin entendía por qué los guardias chasqueaban la lengua! Así avisaban a los colegas que venían escoltados a un prisionero. Se les prohibía dar a éstos la oportunidad de cruzarse; podían comunicarse aliento mutuo con los ojos. Cuando pasó el otro prisionero, a Innokenty lo dejaron salir de la cabina y seguir más lejos.
Ya en la última etapa de la marcha hacia abajo, observó qué gastados estaban los escalones. Nunca había visto cosa igual. El desgaste formaba huecos ovalados de profundidad equivalente a medio escalón, de los lados al centro.
En el descanso había una puerta cerrada con una ventanita enrejada, también cerrada. Era una nueva experiencia: lo hicieron ponerse de pie cara a la pared, lo que no le impidió ver de reojo que su guardia tocaba un timbre eléctrico, que la ventana enrejada se abría con precaución y se cerraba. De pronto, con el ruido de matraca de una llave en la cerradura, la puerta se abrió. Alguien, invisible para él, salió y preguntó:
—¿Apellido?
El instinto lo hizo volverse para mirar a su interlocutor, y vio un rostro ni masculino ni femenino, hinchado, fláccido, con la gran cicatriz roja de una quemadura, y más abajo las charreteras doradas de un teniente.
—¡No se dé vuelta! — gritó el teniente; y siguió con sus monótonas preguntas, que él contestó hablándole a un parche de yeso blanco.
Convencido de que el prisionero pretende ser la persona que figura en la ficha, y de que seguía recordando el año y lugar de su nacimiento, el teniente fláccido tocó el timbre de la puerta que había tenido cuidado de cerrar tras de sí. Otra vez se descorrió con cuidado la barra de la ventana enrejada, y alguien miró por la abertura; la ventana se cerró y la llave hizo otra vez su ruido de matraca para abrir la puerta.
—¡Adelante! — dijo bruscamente el teniente fláccido de cara quemada. Entraron y la puerta se cerró con ruido.
Tuvo apenas tiempo de distinguir a los integrantes de su escolta —uno adelante, uno a la derecha, uno a la izquierda— y de observar el oscuro corredor con sus muchas puertas, un escritorio, un casillero, más guardias a la entrada; el silencio se quebró con la orden, dada por el teniente en voz baja, pero clara.
—¡Cara a la pared; no se mueva!
Era una situación estúpida: mirar el punto donde se unían la pintura aceituna y la blanca, con varios pares de ojos hostiles fijos en su nuca.
Debían estar examinando su tarjeta; el teniente ordenó algo casi en un susurro, pero en el profundo silencio sonó claro:
—Al tercer "box".
El carcelero se apartó de la mesa y, sin mover sus llaves, tomó por el corredor alfombrado de la derecha.
—¡Manos a la espalda; muévase! — dijo muy despacio.
Más allá el corredor hacía un recodo y luego dos más. A un lado la pared conservaba su color neutro de aceituna y al otro había varias puertas con números ovalados, de vidrio: