Bajo los números, las mirillas. Reanimado por la presencia cercana de amigos, Innokenty quería levantar una de las tapas que cubrían las mirillas y pegar un ojo al agujero por un segundo, para mirar la vida, secuestrada de la celda. Pero el guardia lo urgía a seguir y además ya sufría la infección de la pasividad carcelaria; aunque, pensándolo bien ¿qué le quedaba por temer a un hombre perdido? Desgraciadamente para la gente —y por suerte para sus gobernantes— un ser humano está constituido de modo tal que, mientras viva, siempre se le puede quitar algo más. Hasta el preso de por vida, privado de movimiento, de cielo, de familia, de propiedad puede, por ejemplo, ser trasferido a una húmeda celda de castigo, privado de comida caliente, golpeado con palos, y estos míseros últimos castigos adicionales los sentirá con tanta intensidad, como antes sintió su caída desde las alturas de la libertad y de la riqueza. Para evitar estos tormentos finales, el prisionero sigue obediente el régimen carcelario, humillante y odioso, que poco a poco va matando en él al ser humano.
Más allá del último recodo las puertas estaban juntas y los óvalos de vidrio decían:
El guardia abrió la puerta del tercer "box" con ademán amplio, de bienvenida, más bien cómico en este lugar. Innokenty percibió la ironía y lo miró de cerca. Era un muchacho bajo, de hombros anchos, pelo negro y liso y ojos rasgados como cortados por un sablazo. Parecía bastante malvado, no sonreía con los ojos ni con los labios, pero después de docenas de indiferentes empleados de Lubianka vistos esa noche, la cara maligna de este último le pareció agradable.
Encerrado en su "box" miró alrededor. Ya podía considerarse experto en "boxes" por haber tenido oportunidad de comparar varios de ellos. El nuevo era soberbio: un metro de ancho, más de dos de largo, piso de parquet, y casi todo el negocio ocupado por un banco de madera largo y no demasiado angosto, empotrado en la pared. Junto a la puerta, una mesita de madera, hexagonal, no empotrada. Claro que el "box" estaba completamente cerrado y no tenía ventanas; sólo una claraboya negra y enrejada, arriba. El cielorraso era muy alto: tres metros. Las paredes, encaladas, reverberaban por la lámpara de doscientos vatios que irradiaban su luz desde la caja de alambre encima de la puerta.
La luz tan poderosa calentaba el ambiente pero también irritaba los ojos.
La ciencia de ser prisionero se aprende en forma rápida y definitiva.
Esta vez no se permitió falsas esperanzas de que el cómodo "box" nuevo sería suyo por mucho tiempo. Cuando vio el largo banco desnudo, el consentido de que hora en hora dejaba de serlo, supo que su problema inmediato era dormir un poco. Como el animalito de la selva que ha quedado huérfano aprende a vivir solo, así se aplicó en seguida a hacer de su chaqueta un colchón, con la almohada formada por el cuello de astrakán y las mangas. De inmediato se tendió en el banco; parecía muy cómodo; cerró los ojos y sé preparó para dormir.
Pero el sueño huía de él. Dos veces había podido dormitar sin que lo dejasen dormir. Había recorrido todos los grados de la fatiga, Pero aquí, cuando podía dormir, estaba bien despierto. La excitación continua lo tenía en vilo, y no parecía disminuir. Tratando de evitar remordimientos y especulaciones, procuró respirar con regularidad y contar hasta... Es terrible, espantoso no poder dormir cuanto todo el cuerpo está caliente, se puede estirar las piernas por completo y por alguna razón el guardia no abre la puerta haciendo todo el ruido que puede.
Estuvo tendido media hora y por fin comenzó a perder el hilo de sus pensamientos y una viscosa pesadez se extendió, por todo su cuerpo.
Pero en ese momento supo que no pedía dormirse con esa luz de locos. No sólo tenía la penumbra detrás de sus párpados cerrados, con una llama anaranjada, sino que parecía pesarle en los ojos mismos con intolerable fuerza. Esa presión de la luz, nunca experimentada antes, estaba volviéndolo loco. Dio mil vueltas, tratando en vano de hallar una posición para huir de esa enorme presión y abandonó desesperado su intento, incorporándose y tocando el suelo con los pies.
La mirilla era usada a menudo; oyendo ruido levantó un dedo con presteza.
La puerta se abrió sin ruido. El guardia de ojos oblicuos lo miró
en silencio.
—Por favor, se lo ruego: apague la luz, — dijo suplicante Innokenty.
—Eso está prohibido —la imperturbable respuesta de siempre.
—Bueno, entonces ponga una lámpara más chica. ¿Para qué necesitan una tan grande para un... "box" tan chico?
—No hable tan fuerte —susurró el guardia. Y tanto el vestíbulo como toda la prisión estaban quietos como una tumba—. La lámpara que está allí es la que tiene que estar allí.
Con todo, había algo vivo en la cara muerta. Agotado el tema y sabiendo que la puerta iba a cerrarse, le pidió un poco de agua.