Читаем En el primer cí­rculo полностью

Ya pelado, el peluquero le ordenó pararse y levantar primero un brazo y después el otro mientras le afeitaba las axilas. Luego se puse en cuclillas y con la misma máquina le afeitó el pubis. Esto lo tomó de sorpresa y las cosquillas produjeron un estremecimiento involuntario, con la consiguiente reprimenda del barbero. — ¿Puedo vestirme? — preguntó, cuando todo había terminado. El peluquero no le contestó, salió y cerró con llave. Esta vez la experiencia le indicó que no se apresurara a vestirse de nuevo. Sintió una desagradable picazón. Se pasó la mano por la cabeza y por primera vez en su vida sintió las extrañas cerdas y los desniveles del cuero cabelludo. Nunca había llevado el pelo tan corto, ni de niño.

Se puso la ropa interior. Cuando comenzaba a enfundarse los pantalones, la cerradura se movió. Otro guardia entró, éste de nariz carnosa y morada y una gran tarjeta en la mano.

—¿Apellido?

—Volodin —respondió el prisionero, sumiso, aunque las interminables repeticiones lo enfermaban.

—¿Nombre?

—Innokenty Artemievich.

—¿Año de nacimiento?

—Mil novecientos diecinueve.

—¿Lugar de nacimiento?

—Leningrado.

—Desvístase.

Comprendiendo sólo vagamente lo que ocurría, Innokenty volvió a desnudarse. La camiseta cayó de la mesa al suelo sucio, pero la vio caer sin disgusto y no se inclinó a recogerla.

El guardia de nariz morada empezó a mirarlo con cuidado por todos los costados y anotó sus observaciones en la tarjeta. Por la atención que prestaba a los detalles de cara y cuerpo, dedujo que compilaba una descripción física completa para el archivo de identificación. Terminado su trabajo, se fue.

Innokenty sentado pasivamente en el taburete, no volvió a Vestirse.

Otra vez la puerta. Entró una mujer gorda, de pelo negro y guardapolvo blanco como la nieve y su rostro era brutal y arrogante y sus modales cultos, de intelectual.

Alarmado, buscó sus calzoncillos para cubrirse, pero la mujer lo fulminó con una mirada nada femenina y, llena de desprecio, avanzó el labio inferior y preguntó:

—¿Tiene piojos?

—Soy diplomático —dijo Innokenty, ofendido, mirando con firmeza a los negros ojos armenios y sosteniendo, los calzoncillos.

—¿Y qué? ¿Tiene alguna queja?

—¿Por qué me arrestaron? Quiero leer la orden. ¿Dónde está el fiscal? — Innokenty resucitado, hablaba a torrentes.

—Nadie le preguntó eso —dijo la mujer, ceñuda y cansada—. ¿Niega sufrir de enfermedades venéreas?

—¿Qué?

—¿Nunca tuvo sífilis, gonorrea, chancro blando? ¿Lepra? ¿Tuberculosis? ¿Otras quejas?

Se fue sin esperar su respuesta.

El primer guardia, el de cara larga, entró. Innokenty se alegró de verlo, porque éste no lo había herido ni molestado.

—¿Por qué no se viste? — le dijo con dureza—. Vístase pronto.

No era tan fácil. El guardia lo dejó en el cuarto cerrado con llave y él trató de resolver el problema de ponerse los pantalones e impedir que se le cayeran sin tirantes y casi sin botones. Sin poder aprovechar la experiencia de docenas de prisioneros en generaciones anteriores, pensó un rato y resolvió el problema solo, como millones de sus predecesores lo habían resuelto antes que él. Descubrió un cinturón: se ató los pantalones con los cordones de sus zapatos y notó que les habían arrancado las puntas de metal. (No sabía que las leyes de Lubianka presumían que un prisionero podía fabricar una lima con esas puntas, capaz de cortar los barrotes). Todavía no había descubierto cómo mantener cerrada la túnica del uniforme.

El guardia, sabiendo por la mirilla que el prisionero estaba vestido, abrió la puerta, le dio la orden consabida de manos a la espalda y lo llevó a otro cuarto. Allí esperaba el guardia de nariz morada, que él ya conocía.

—Sáquese los zapatos —le dijo a manera de saludo.

Esto no ofrecía dificultad porque no tenían cordones y salieron solos. Y las medias, sin ligas, le cayeron hasta los tobillos.

Contra la pared había un aparato con una vara vertical blanca para medir la estatura. Nariz Morada lo empujó hasta quedar de espaldas a ella, bajó la barra transversal y escribió su altura.

—Puede ponerse los zapatos —dijo.

Cara Larga, en la puerta, no dejó de advertirle "manos a la espalda". No importaba que el "box" N° 8 estuviese a dos pasos cruzando el corredor. Otra vez lo encerraron en su "box" original. Al otro lado de la pared, la máquina zumbaba y se detenía.

Con la túnica cerrada se sentó exhausto en el taburete. Desde su llegada a la Lubianka no había visto más que luces enceguecedoras, paredes que se le venían encima y carceleros callados e inexpresivos. Los procedimientos seguidos, uno más absurdo que el otro, le parecían burlas. No comprendió que en conjunto constituían una cadena lógica y significativa de sucesos: búsqueda preliminar por los agentes que lo habían arrestado; el establecimiento de la identidad del prisionero; el registro del arrestado en la administración de la prisión, con recibo; registro básico al llegar; primer procesado higiénico; anotación de marcas identificatorias; inspección médica.

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