—...¡Sí! Entonces el juez de instrucción del juicio previo no creyó que mi estudio sobre materialismo dialéctico fue lo que me llevó al sumario en la Sección 58 —Párrafo 10—.No conocía la vida real, lo admito. Siempre he estado sumergido en los libros, pero comparo esos dos estilos una y otra vez, esos dos métodos de discusión y en los textos.
—¡Gleb Vikentich!
—En los textos descubro errores, distorsiones, simplificaciones torpes —¡Y aquí estoy!
—¡Gleb Vikentich!
—¿Sí? — dijo Nerzhin. Dándose cuenta que se lo llamaba, se apartó de Rubín.
—¿No oía? ¿Sonaba el teléfono? Simochka se dirigió a él severamente. Estaba junto a su escritorio, frunciendo el ceño, cruzada de brazos, los hombros cubiertos con el chal marrón de pelo de cabra. — Antón Nikolayevich quiere verlo en su oficina.
—¿Ah sí? — En la cara de Nerzhin el entusiasmo de la discusión se había borrado y le habían aparecido arrugas. — Muy bien, gracias, Serafina Vitalyevna. Oyes, Levka, es Antón ¿Por qué será?...
Una citación en la oficina del jefe del instituto a las diez, un sábado a la noche, era un acontecimiento extraordinario. Aunque Simochka trató de mantener una apariencia de indiferencia oficial, su mirada, Nerzhin se percató, expresaba alarma.
Rubín miró a su amigo con inquietud; fue como si nunca hubiese tenido explosiones de amargura. Cuando sus ojos no se trasformaban, por el calor de la discusión, eran casi femeninos en su dulzura.
—No me gusta cuando los agentes superiores se interesan por nosotros decretó, "no construyas tu casa cerca del palacio del príncipe".
—Pero no lo hacemos. Nuestra tarea es secundaria: Ciertas voces...
—Y ahora Antón va a estar atrás nuestro. Nos costará un infierno las memorias de Stanislavsky y los discursos de famosos abogados —rió Rubin—. O tal vez es sobre articulación en la TAREA SIETE.
—Bueno, los resultados del proyecto ya han sido entregados y no hay caso de retroceder. Por si acaso, si no vuelvo...
—No seas sonso.
—¿Por qué? sonso. Así es la vida... Quema eso, ya sabes dónde. Cerró estrepitosamente la tapa corrediza de su escritorio, le dio la llave a Rubin y se retiró con el andar pausado de un prisionero en su quinto año de arneses que nunca se apura porque imagina que le espera lo peor.
LOS ROSACRUCES
Nerzhin subió por la ancha escalera alfombrada de rojo bajo los candelabros de bronce y el techo artesonado. Estaba desierta por la hora. Cuando se cruzó con el oficial de turno en el teléfono hizo un esfuerzo por caminar despreocupadamente y golpeó la puerta del jefe del instituto, coronel de ingenieros del Servicio de Seguridad del Estado, Antón Nikolavevich Yakonov. La oficina era espaciosa, ancha, alfombrada, amueblada con sillones, divanes. En el centro había una larga mesa de conferencias cubierta con un género azul fuerte. En un rincón, el escritorio de madera y un sillón de Yakonov. Nerzhin había visto este lujo muy pocas veces, más en reuniones que estando solo.
El coronel de ingenieros Yakonov pasaba las cincuenta pero seguía todavía en su juventud. Alto, la cara ligeramente empolvada después de afeitarse; usaba lentes con bordes de oro y había en él, la blanda apariencia de un príncipe Obolensky o Dolgorukov. Sus movimientos majestuosos lo distinguían de los otros jerarcas en el ministerio.
—Tome asiento, Gleb Vikentich — dijo expansivamente, acurrucándose en su sillón desmesurado, mientras jugueteaba con un ancho lápiz rojo sobre la superficie marrón de su escritorio.
El uso del primer nombre y patronímico, indicaba cortesía y buena voluntad, aunque no le costara mayor esfuerzo al coronel de ingenieros ya que, debajo del vidrio de su escritorio, había una lista de reclusos con sus primeros nombres y patronímicos. (Alguien que no supiera esto se sorprendería de la memoria de Yakonov). Nerzhin lo saludó silenciosamente, sin ponerse en la posición de firme y tampoco sin gesticular con las manos, se sentó expectante cerca de una hermosa mesa barnizada. La voz de Yakonov tronaba con naturalidad. Uno se preguntaba por qué este gran señor no poseía el vicio rebuscado de pronunciar las "erres".
—Usted sabe Gleb Vikentich, hace media hora tuve ocasión de acordarme de usted. Me preguntaba qué lo habría llevado al Laboratorio de Acústica, a... Roitman.
Yakonov pronunció el nombre en una forma deliberadamente despreciativa, ni tomándose el trabajo de llamarlo mayor, aun delante de un subordinado. Las malas relaciones entre el jefe del instituto y su primer delegado habían llegado a un punto donde no se consideraba necesario ocultarlas.