Читаем En el primer cí­rculo полностью

—Teóricamente, Glebka tiene razón —dijo Rubin, embarazado—. Yo también estoy dispuesto a romper cien mil lanzas por la igualdad entre hombres y mujeres. Pero, ¿hacerle el amor a mi mujer después que lo ha hecho con otro? ¡Brrr! Biológicamente, no podría.

—Pero caballeros, es ridículo discutir —dijo Pryanchikov, pero, como de costumbre, no lo dejaron concluir.

—Lev-Grigorich, hay una manera simple de lograr la igualdad —dijo Potapov con firmeza—. No haga usted el amor con nadie más que con su mujer.

—Vamos, escucha... —protestó Rubin, ahogando la sonrisa en su barba de pirata.

La puerta se abrió ruidosamente y alguien entró. Potapov y Adamson se dieron vuelta. No era un carcelero.

—Es necesario destruir Cartago —dijo Adamson, señalando la lata de un litro.

—Cuanto antes mejor. Nadie quiere sentarse en la celda solitaria. Gleb, sirve el resto.

Nerzhin sirvió lo que quedaba en las copas, dividiéndolo concienzudamente.

—Bueno, ¿esta vez nos dejará beber a la salud del que cumple años? — preguntó Adamson.

—No, hermanos. Renuncio a este tradicional derecho. Hoy vi a mi esposa. Vi que ella está —como todas nuestras mujeres— gastada, asustada, perseguida. Nosotros podemos soportarlo porque no tenemos otra salida, ¿por ellas? Bebamos en honor de ellas, que se han encadenado a...

—¡Sí, ciertamente! ¡Qué hazaña santa es su constancia! — exclamó Kondrashev-Ivanov.

Bebieron y se quedaron un momento en silencio.

—Miren la nieve —señaló Adamson.

Todos miraron, a través de Nerzhin, la ventana empañada. La nieve no podía ser vista, pero las lámparas y los focos de la guardia proyectaban las sombras de los copos sobre los vidrios.

En alguna parte, bajo esa pesada, cortina de nieve, estaba Nadya Nerzhin.

—Hasta la nieve que vemos es negra —dijo Kondrashev-Ivanov. Bebieron a la amistad. Bebieron al amor inmortal y bueno, alabó Rubin: "Nunca he tenido dudas sobre el amor. Pero, para decirles la verdad, hasta el frente y la prisión no creía en la amistad, especialmente la que llega a dar la vida por su prójimo. En la vida ordinaria uno tiene la familia y eso no deja lugar para la amistad. ¿No es cierto?

—Esa es una noción difundida —replicó Adamson—. Después de todo, la canción "En el valle" ha sido popular en Rusia durante ciento cincuenta años y aún hoy la gente pide por la radio, pero si se escucha la letra, es un lamento repugnante, el quejido de un alma mezquina: "todos son amigos, todos son camaradas hasta el primer día malo".

—¡Es inadmisible —dijo el pintor—. ¿Cómo puede alguien vivir un solo día con ese pensamiento? ¡Sería mejor ahorcarse!

—Sería más veraz ponerla al revés: "recién en los días malos uno empieza a tener amigos.

—¿Quién la escribió?

—Merzlyakov.

—¡Qué nombre! Lev, ¿quién era Merzlyakov?

—Un poeta, veinte años mayor que Pushkin.

—Conoces su biografía, por supuesto.

—Fue profesor en la Universidad de Moscú. Tradujo "Jerusalén libertada".

—Dime, ¿existe algo que Lev no sepa? Sólo altas matemáticas.

—Bajas también.

—Pero siempre está diciendo "simplifiquemos y hallaremos al factor común".

—¡Caballeros! Debo citar un ejemplo que prueba que Merzlyatov estaba en lo cierto —dijo Pryanchikov, ahogándose y atolondrándose como un chico puesto en la mesa de los mayores. No era, en manera alguna, inferior a los otros; comprendía las cosas rápidamente, era talentoso y su franqueza resultaba atractiva. Pero le faltaba el aspecto de autoridad masculina, de dignidad exterior, y por ello parecía quince años menor de lo que era y los otros lo trataban como a un adolescente—. Después de todo, es un hecho comprobado. Aquel que come en nuestro plato es el que nos traiciona. Yo tenía un amigo íntimo con quien había escapado de un campo de concentración nazi. Nos escondimos juntos. Y, ¿se lo imaginan?, fue él quien me traicionó.

—¡Qué cosa indigna! — exclamó el artista.

—Así fue como sucedió. Para ser franco, yo no quería volver. Estaba trabajando, tenía dinero y había chicas.

Casi todos conocían la historia. Para Rubín era perfectamente claro que el alegre y simpático Valentín Pryanchikov, de quien tenía todo el derecho de ser amigo en la sharashka, había sido, objetivamente, en Europa de 1945, un reaccionario, y lo que llamaba la traición de su amigo —esto es, ayudar a que Pryanchikov volviera a su patria contra su voluntad— no había sido traición sino un acto patriótico.

Adamson dormitaba detrás de sus anteojos inmóviles. Sabía que se producirían esas conversaciones vacías, pero reconocía que toda esa multitud debía volver al redil, en tanto que él...

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