Sin embargo, el retrato había captado el sentir de 1941. Mostraba una muchacha con el uniforme militar del regimiento de Gases. Su pelo lujurioso era castaño cobrizo y escapaba rebelde de su gorra. Su cabeza estaba echada hacia atrás y sus ojos enloquecidos estaban presenciando algo horrible, algo imborrable. Estaban llenos de lágrimas de ira, pero su cuerpo no estaba relajado por el llanto. Sus manos, tensas y listas para la batalla, sostenían las tiras de su máscara antigás y su uniforme gris oscuro contra el gas de mostaza, plegado en duros dobleces plateados, brillaba como una armadura medieval. La crueldad y la nobleza se unían en el rostro de esta muchacha consagrada a Kaluga Konrmosol, que no era bonita, pero en quien Kondrashev-Ivanov veía a la Doncella de Orleáns.
Uno podía haber pensado que el retrato se parecía al conocido cuadro: "¡No olvidaremos! ¡No perdonaremos!" Sin embargo los asustaba, no lo aceptaban, no lo exhibían en lugar alguno, y durante años permaneció en pie, como una madonna de cólera y venganza, vuelto contra la pared de su cuartucho; allí quedó hasta el día de su arresto.
Ocurrió una vez que un autor desconocido e inédito escribió una novela e invitó a un par de docenas de amigos para que la escucharan. Fue un jueves literario en el estilo del siglo diecinueve. Esta novela le costó a cada uno de los presentes una sentencia de veinticinco años en campos de trabajo correccionales. Kondrashev-Ivanov fue uno de quienes escucharon la novela sediciosa. (Era bisnieto del decembrista Kondrashev, que había estado exiliado durante veinte años y fue visitado en el exilio por una gobernanta francesa que estaba enamorada de él).
Kondrashev-Ivanov no fue realmente a un campo. Después de haber firmado la decisión del Tribunal especial, fue llevado directamente a Mavrino y puesto a trabajar en su pintura, al ritmo de un cuadro por mes, norma de producción establecida por Oskolupov. En el año último había pintado los cuadros que colgaban allí y otros que habían sido llevados. ¿Y qué diferencia hacía? Era un hombre de cincuenta años con una condena de veinticinco por delante y no vivía sino que volaba sobre ese tranquilo año de prisión, sin saber si volvería a tener otro igual. No se fijaba en la comida, ni en su vestimenta, ni cuando contaban su cabeza entre los demás.
Trabajaba en varios cuadros, al mismo tiempo, dejando y volviendo a la tela muchas veces. Todavía no había llevado ninguna de ella al nivel que le da a un maestro la sensación de perfección. Ni siquiera estaba seguro de que tal nivel existiera. Las abandonaba cuando dejaba de ver algo en ellas, cuando su ojo podía mejorar cada vez menos, cuando advertía que, en cambio, las estaba estropeando.
Las ponía contra la pared y las cubría. Se desentendía y quedaba distante de ellas, y cuando las volvía a mirar con nuevos ojos, antes de entregarlas para que colgaran para siempre entre el lujo pretencioso, el artista sentía un sentimiento triunfal de despedida. Aun cuando nadie las volviera a ver aun así, él las había pintado.
Atento ahora, Nerzhin empezó a examinar el último cuadro de Kondrashev, una tela con las proporciones del cuadrilátero egipcio, cuatro a cinco. Se titulaba "Arroyo otoñal" o, como el artista la llamaba en privado, "Largo en re menor".
Un arroyo quieto ocupaba el centro de la tela. No parecía estar corriendo en absoluto, y su superficie estaba a punto de congelarse. Donde el arroyo era bajo, su fondo estaba bordado por sombras castañas de hojas caídas. La margen izquierda era un cabo y la derecha se curvaba en la distancia. La primera nieve cubría en manchas ambas riberas y un pasto amarillento brotaba donde ella estaba derretida. Dos sauces blancos crecían en la costa, intangibles en la humareda y mojados con los copos de nieve derretidos. Pero el foco del cuadro no estaba allí. En segundo plano había un denso bosque de oscuros abetos, delante de los cuales llameaba un rebelde abedul carmesí. Detrás de este fuego tierno y solitario, las centinelas confieras siempre verdes se erguían aún más melancólicas, apretadas entre sí, apuntando sus agudos picos hacia el cielo. El cielo era irremediablemente desabrido, y el sol sofocado naufragaba en las nubes manchadas, incapaz de atravesarlas con un solo rayo. Pero ni aun ése era el elemento más importante; más bien lo era el agua estancada del arroyo quieto. Tenía una sensación de ser vertida, una profundidad. Era tenue, trasparente y muy fría. Contenía el término medio entre el otoño y el invierno y alguna otra clase de equilibrio.
El artista estaba concentrado precisamente en este cuadro.