—Es un escritor inteligente, moralmente bueno, de honestidad sin fronteras, un soldado, cazador, pescador, borracho, mujeriego; desprecia toda falsedad con franqueza y tranquilidad, simple, muy humano, con la inocencia del genio.
—¡Oh, basta! — rió Nerzhin—. Me estás llenando los oídos con tu jerga. He vivido durante treinta años sin Hemingway, y me las voy a arregla para seguir algunos más. Primero trataste de metérmelo a Chapek, después Fallada. Hasta ahora, mi vida ha sido desgarrada sin esto ya; ¡no quiero desmembrarme tanto! Déjame por lo menos, encontrar alguna dirección.
Y volvió a su escritorio.
Rubin suspiró. Todavía no estaba con ánimo de trabajar.
Miró el mapa de China apoyado contra un estante de su escritorio. Había cortado este mapa de un diario, pegándolo sobre un cartón. Durante todo el año anterior había marcado con lápiz rojo el avance del ejército comunista; ahora, después de la victoria total, lo había dejado allí adelante, para que en sus momentos de depresión y fatiga pudiera levantar su ánimo.
Pero hoy la tristeza roía a Rubin, y aun la masa roja de la China victoriosa no podía vencerla.
Nerzhin, pensativo, chupando la punta de su lapicera plástica, escribió con su letra fina como si lo hiciera, no con una pluma sino con la punta de una aguja en una hoja muy pequeña, enterrada entre su "camouflage" de libros y biblioratos:
Recuerdo un pasaje de Marx (si pudiese encontrarlo) donde dice que tal vez el proletario victorioso pueda seguir sin expropiar a los paisanos prósperos. Esto significa que vio alguna forma económica de incluir a todos los paisanos en el nuevo sistema social. Pajan en 1929, por supuesto, no buscó estas salidas. ¿Cuándo buscó alguna vez algo inteligente o que valiera la pena? ¿Por qué un carnicero pretendía ser terapista?
El amplio laboratorio de acústica sonaba con su propia existencia pacífica todos los días. El motor del torno zumbaba. Se gritaban órdenes: "¡Prendan eso!" "¡Apaguen eso!" Por la radio, se oía música sentimental. Alguien llamaba a gritos por el tubo 6k7.
Aprovechando un momento en que nadie la veía, Serafina Vitalyevna observaba fijamente a Nerzhin quien estaba todavía escribiendo con su microscópica letra.
Shikin, el oficial mayor de seguridad, le había ordenado que observara a ese prisionero.
UN CORAZÓN DE MUJER
Serafina Vitalyevna era tan pequeña que resultaba difícil no llamarla "Simochka". Llevaba una blusa de hilo y un abrigado chal alrededor de sus hombros, y era teniente en el MGB del ministerio de Seguridad Social.
Todos los empleados libres de este edificio eran oficiales del MGB.
Los empleados libres, de acuerdo a la Constitución stalinista, tenían gran cantidad de derechos, entre ellos el de trabajar. De todos modos, este derecho estaba limitado a ocho horas diarias y también el hecho de no tener trabajo creativo hacía que vigilaran a los zeks. A los zeks, para compensarles el no tener ningún derecho, gozaban un mayor derecho a trabajar doce horas diarias. Los empleados libres rotaban por períodos de trabajo en cada uno de los laboratorios, para que los zeks pudieran ser supervisados a toda hora, incluyendo el intervalo de la comida desde las dieciocho hasta las veintitrés.
Simochka estaba ahora en su tarea nocturna. En el Laboratorio de Acústica esta mujer, con aspecto de pájaro, era el único representante de la autoridad y el único ejecutivo presente.
Según las reglas, tenía que vigilar que los zeks trabajaran y no haraganearan, que no usaran el laboratorio para fabricar armas o minar el local o construir túneles, y no utilizaran esa cantidad de piezas de radio para fabricar una comunicación con la Casa Blanca. A las once menos diez tenía que recolectar todos los documentos super-secretos, colocarlos en la gran caja fuerte y luego sellar la puerta del laboratorio.
Hacía solamente medio año que Simochka había completado el curso en el Instituto de Ingeniería y Comunicaciones; y había sido destinada por su intachable ficha de seguridad, a este tan secreto instituto científico de investigación; el cual por razones de seguridad, había sido denominado con un número, pero los prisioneros en su jerga irreverente llamaban la