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— Podemos irnos, cariño — dije sin que me fallara la voz, excesivamente animado quizás; entré en el camarote a través de la estela de luz roja, detrás de la cual se dibujaba la silueta de Harey quien, hundida en el asiento, entrelazaba sus brazos con los del sillón. No sé si oyó mis pasos demasiado tarde, o si no logró relajar a tiempo la tremenda contracción de sus músculos y adoptar una postura natural, la cuestión es que, por un segundo, la vi luchando contra aquella incomprensible fuerza que la habitaba y una mezcla de ira, ciega y loca, y de piedad se apoderó de mi corazón. Avanzamos en silencio por el largo pasillo y atravesamos sus diferentes secciones, adornadas con pintura multicolor (según los arquitectos, eso amenizaría la estancia en la acorazada carcasa). Ya de lejos, me di cuenta de que la puerta de la emisora de radio estaba entreabierta y que de dentro surgía una estela roja que se extendía hasta el fondo del pasillo; la luz del sol también alcanzaba aquel rincón. Miré a Harey, que ni siquiera trataba de sonreír; me había dado cuenta de que, durante todo el recorrido, había estado concentrada, preparándose para la lucha consigo misma. El inminente esfuerzo había transformado su rostro, ahora pálido y empequeñecido. Se detuvo a más de diez pasos de la puerta, la miré, me empujó suavemente con la punta de los dedos para que avanzara y de pronto todos mis planes, los experimentos, la Estación entera, todo aquello me pareció insignificante en comparación con el martirio que tenía que afrontar ella. Me sentí verdugo, y a punto estaba de dar media vuelta cuando una sombra humana cubrió la luz solar que se quebraba sobre la pared. Acelerando el paso, entré en la cabina. Snaut me esperaba justo en el umbral, como si hubiese salido a recibirme. El sol rojo quedaba a sus espaldas, en línea recta, y parecía que el reflejo púrpura procedía de su pelo gris. Nos miramos durante un buen rato sin decir palabra. Él debía de estar analizando mi cara. Yo, deslumbrado por la luminosidad de la ventana, no conseguía descifrar la expresión de la suya. Lo rodeé y me coloqué junto al alto pupitre adornado con los flexibles tallos de los micrófonos. Giró despacio sobre sí mismo, vigilándome con una ligera mueca en los labios que, sin variar apenas, a veces parecía una sonrisa y otras era un reflejo del cansancio. Sin apartar la vista de mí, se acercó a un armario de metal que ocupaba toda la pared; en frente, se hacinaban repuestos de piezas de radio, acumuladores térmicos y herramientas que, dispuestos a ambos lados, parecían amontonados de cualquier manera. Arrastró la silla hasta ese lugar y se sentó, apoyando la espalda contra la esmaltada puerta.

El mutismo que habíamos mantenido hasta ese momento parecía, como poco, extraño. Escuché atentamente, concentrándome en el silencio que llenaba el pasillo donde permanecía Harey, pero no me llegó ni el más leve susurro que indicara su presencia.

— ¿Cuándo estaréis listos? — pregunté.

— Podríamos empezar hoy mismo, pero tardaremos todavía un tiempo con el registro.

— ¿El registro? ¿Te refieres al encefalograma?

— Sí, claro; estabas conforme, ¿no? ¿Ocurre algo? — Suspendió la voz.

— No, nada.

— Te escucho — dijo Snaut cuando el silencio empezó a pesar de nuevo entre nosotros.

— Ella ya lo sabe… las cosas sobre sí misma. — Bajé la voz, casi susurré. Arqueó las cejas.

— ¿Sí?

Me dio la sensación de que, en realidad, no estaba sorprendido. ¿Por qué fingía entonces? De repente, se me quitaron las ganas de hablar, pero me dominé. «Si no hay nada más, que sea por la lealtad», pensé.

— Empezó a darse cuenta, creo, a partir de nuestra conversación en la biblioteca; me observó, ató cabos, terminó dando con el magnetófono de Gibarian y escuchó la cinta…

Sin cambiar de postura, seguía apoyado contra el armario, por sus ojos cruzó un brillo pasajero. Desde el pupitre, la hoja entornada de la puerta del pasillo le quedaba justo enfrente. Bajé aún más la voz:

— Esta noche, mientras yo dormía, intentó matarse. Con oxígeno líquido…

Se oyó un susurro, como una corriente entre folios sueltos. Me quedé inmóvil, escuchando los ruidos del pasillo, pero el sonido estaba mucho más cerca. Parecía un ratón. ¡Un ratón! No tenía sentido. Allí no había ratones ni nada que se le pareciera. Miré de reojo al hombre sentado.

— Te escucho — dijo con calma.

— Por supuesto, no lo consiguió… En cualquier caso, sabe quién es.

— ¿Por qué me lo cuentas? — preguntó de repente. Al principio no supe qué contestar.

— Quiero que estés al tanto… que sepas cómo van las cosas — murmuré.

— Te lo advertí.

— Quieres decir con eso que lo sabías. — Y, en contra de mi voluntad, elevé la voz.

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