Читаем Solaris полностью

— No. Por supuesto que no. Pero ya te advertí de lo que ocurriría. Cada «visitante», en el momento de su aparición, es poco menos que un fantasma, al margen de la desordenada mezcla de recuerdos e imágenes prestadas de su… Adán… Está realmente vacío. Cuanto más tiempo pasa aquí contigo, tanto más se humaniza. También acaba volviéndose independiente; hasta cierto punto, claro está. Por eso, cuanto más se prolonga, más difícil resulta…

Se interrumpió. Me miró de lado y lanzó con desgana:

— ¿Lo sabe todo?

— Sí, ya te lo he dicho.

— ¿Todo? También que ha estado aquí ya una vez y que tú…

—¡No!

Sonrió.

— Kelvin, escucha, si… hasta ese punto… ¿Qué pretendes hacer realmente? ¿Abandonar la Estación?

— Sí.

— ¿Con ella?

— Sí.

No dijo nada, como si estuviera meditando su respuesta, pero había algo más en su silencio… ¿El qué? De nuevo aquella imperceptible corriente susurró detrás del fino tabique. Él se revolvió en la silla.

— Estupendo — dijo —. ¿Por qué me miras así? ¿Creías que me iba a interponer en tu camino? Harás lo que consideres oportuno, querido. Estaríamos apañados si, además, empleásemos la fuerza. No pienso convencerte, solo te diré una cosa: intentas comportarte como un humano ante una situación inhumana. Quizás sea bonito, pero es un esfuerzo vano. Además, tampoco estoy convencido de su supuesta belleza porque, ¿puede lo estúpido ser bello? En fin, no se trata de eso. Abandonas futuros experimentos, quieres marcharte, llevándola contigo, ¿no es eso?

— Sí.

— Eso también es un… experimento, ¿no crees?

— ¿Esa es tu interpretación? ¿Ella… podrá? Si está conmigo, no veo por qué…

Hablaba cada vez más despacio, hasta que me interrumpí. Snaut suspiró con ligereza.

— Aquí todos practicamos la política del avestruz, Kelvin, pero al menos somos conscientes de ello y no nos damos aires de grandeza.

— No me estoy dando aires de ningún tipo.

— Está bien, no quería ofenderte. Retiro lo de «aires de grandeza», pero mantengo lo de la política del avestruz. Y tu forma de practicarla es especialmente peligrosa. Te estás engañando a ti mismo y a ella, y de nuevo a ti mismo. ¿Sabes cuáles son las condiciones de estabilidad de un sistema construido a base de materia de neutrinos?

— No. Y tú tampoco. Nadie lo sabe.

— Por supuesto. Sin embargo, sabemos que semejante sistema es poco duradero y que perdura gracias, únicamente, a un constante suministro de energía. Lo sé por Sartorius. Esa energía genera un campo estabilizador deformado. Pues bien, ¿ese campo es externo respecto al «visitante»? ¿O más bien la fuente de dicho campo reside dentro de él? ¿Entiendes la diferencia?

— Sí —dije despacio —. Si es externo, entonces… ella, entonces… semejante…

— Entonces, al alejarse de Solaris, el sistema se desintegrará por completo — acabó la frase por mí —. No podemos preverlo, pero tú ya has llevado a cabo un experimento. Aquel cohete que disparaste… sigue dando vueltas, ¿sabes? He podido incluso, en un rato libre, calcular los elementos de su trayectoria. Puedes volar, introducirte en la órbita, acercarte y averiguar qué ha ocurrido con la… pasajera…

—¡Te has vuelto loco! — silbé.

— ¿Eso crees? ¿Y… si… la trajéramos aquí? Me refiero a la pequeña nave. Resulta factible. Es una nave teledirigida. La traeremos desde la órbita y…

—¡Para!

— ¿Tampoco? Entonces existe otra posibilidad, muy sencilla. Ni siquiera tiene que aterrizar en la Estación. Es cierto, será mejor que siga circulando. Lo único que haremos será establecer una conexión por radio; si está viva, contestará y…

—¡El oxígeno se le habrá acabado hace mucho tiempo! — gemí.

— Quizás se las apaña sin oxígeno. ¿Qué me dices, lo intentamos?

— Snaut… Snaut…

— Kelvin… Kelvin… — me imitó con rabia —. Piensa en la clase de persona que eres. ¿A quién quieres hacer feliz? ¿A quién quieres salvar? ¿A ti mismo? Y de ellas, ¿a cuál? ¿A esta o a aquella? ¿No tienes suficiente coraje para las dos? ¡Tú mismo puedes ver que esto no lleva a ninguna parte! Te lo digo por última vez: lo de aquí y ahora es una situación fuera de toda moral.

Volví a oír el mismo crujido de antes, como si alguien rascara una pared con las uñas. Inexplicablemente, una paz pasiva y espesa me invadió. Era como si estuviera observando la situación desde una gran distancia, viéndonos a los dos a través de unos prismáticos colocados al revés: menudos, un tanto ridículos, insignificantes.

— Pues bien — dije —, según tú, ¿qué debería hacer? ¿Eliminarla? Mañana volvería de nuevo, ¿no es así? ¿Una y otra vez? ¿Todos los días igual? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Con qué fin? ¿Qué me va a aportar? ¿Y a ti? ¿A Sartorius? ¿A la Estación?

— No, contéstame tú primero. Despegarás con ella y serás, digamos, testigo de la siguiente transformación. Al cabo de pocos minutos, tendrás ante ti…

— ¿Qué es lo que voy a ver? — pregunté con acritud —. ¿Un monstruo? ¿Un demonio? ¿Qué?

— No. Una agonía corriente, de lo más habitual. ¿De verdad te has creído lo de su inmortalidad? Te aseguro que mueren… ¿Qué harás entonces? ¿Volverás a por… un repuesto?

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