No dije nada, apoyaba la espalda contra el armario, hacia donde me había empujado el miedo.
Extendió los brazos.
— No — dijo —. No, porque tienes miedo. Escucha, yo no puedo. Así no se puede. No sabía nada. Ahora sigo sin entender nada. Eso no es posible. Yo — apretaba sus manos blancas contra el pecho— no sé nada, aparte de…, ¡aparte de que soy Harey! ¿Crees que estoy fingiendo? No estoy fingiendo, palabra de Dios, no estoy fingiendo.
La última frase se transformó en un gemido. Cayó al suelo, sollozando; aquel grito me rompió por dentro, la alcancé de una zancada, la cogí en brazos; se defendía, me apartaba, llorando sin lágrimas y gritando:
—¡Suelta! ¡Suéltame! ¡Te doy asco! ¡Lo sé! ¡Así no quiero! ¡No quiero! Tú mismo estás viendo que no soy yo, no soy yo, no soy yo…
—¡Cállate! — grité mientras la sacudía; ambos chillábamos como desquiciados, de rodillas el uno frente al otro. La cabeza de Harey se agitaba, golpeándome el hombro, mientras yo la abrazaba contra mí, con todas mis fuerzas. De repente, nos quedamos inmóviles, jadeando. El agua seguía goteando rítmicamente del grifo.
— Kris… — balbuceó escondiendo el rostro en mi hombro —, dime qué he de hacer para dejar de existir, Kris…
—¡Para! — grité. Levantó la cara. Me clavó la mirada.
— ¿Cómo…? ¿Tú tampoco lo sabes? ¿No se puede hacer nada? ¿Nada?
— Harey… por el amor de Dios…
— Quería… tú mismo lo has visto. No. No. Suéltame, ¡no quiero que me toques! Te doy asco.
—¡No es verdad!
— Estás mintiendo. Tengo que darte asco. Yo… yo misma… también. Si pudiera. Si solo pudiera…
— ¿Te matarías?
— Sí.
— Pero yo no quiero, ¿entiendes? No quiero que te mates. ¡Quiero que estés aquí conmigo, no necesito nada más!
Sus enormes ojos pardos me estaban devorando.
— Qué bien mientes… — dijo muy bajito.
La solté y me levanté. Ella se sentó en el suelo.
— Dime qué tengo que hacer para que creas que estoy diciendo lo que pienso. Que es la verdad. No hay otra.
— No puedes estar diciendo la verdad. Yo no soy Harey.
— ¿Y quién eres?
Guardó silencio durante un buen rato. Su barbilla tembló varias veces antes de que, inclinando la cabeza, susurrara:
— Harey…, pero… Pero sé que no es verdad. No soy yo a quien… querías allí, hace tiempo…
— Sí —dije —. Lo que existía, ahora no está. Ha muerto. Pero a ti, aquí, sí te quiero. ¿Comprendes?
Sacudió la cabeza.
— Eres bueno. No pienses que no sé valorar todo lo que has hecho. Lo has hecho lo mejor que has podido. Pero con esto no se puede hacer nada. Sentada en tu cama, hace tres días, por la mañana, esperando a que te despertaras, no sabía nada. Tengo la sensación de que ha pasado mucho tiempo. Me comportaba como si estuviera fuera de mis cabales. Tenía una niebla en la cabeza. No recordaba lo que había sucedido antes, ni después, y nada me sorprendía, como ocurre después de una anestesia o de una larga enfermedad. Incluso llegué a pensar que había estado enferma y que tú no querías decírmelo. Sin embargo, más adelante, cada vez sucedían más cosas que me hacían pensar. Sabes a qué cosas me refiero. Caí en la cuenta tras aquella conversación que mantuviste, en la biblioteca, con el tal Snaut. Dado que no querías decirme nada, me levanté por la noche y encendí el magnetófono. Fue la única vez que mentí, porque lo escondí después, Kris. ¿Cómo se llama el que habla?
— Gibarian.
— Sí, Gibarian. Entonces lo entendí todo, aunque, a decir verdad, sigo sin entender nada. Hay una cosa que ignoraba, que yo no puedo… que no soy… que acabará así… no tiene fin. De eso, no proporcionó detalles. Quizás sí lo hizo, pero te despertaste y apagué la cinta. De todas formas, había oído lo suficiente como para averiguar que no soy un ser humano, sino un instrumento.
— ¿Qué estás diciendo?
— Sí. Destinado a examinar tus reacciones, o algo por el estilo. Cada uno de vosotros posee a uno o una como yo. Se basa en los recuerdos, o en las ideas, reprimidos. Algo así. Tú lo sabes mejor que yo. Él habló de cosas tan horribles, tan increíbles que, si no fuera porque todo encajaba, ¡no lo habría creído!
— ¿Qué es lo que encajaba?
— Pues que no necesito dormir y que tengo que acompañarte en todo momento. Ayer por la mañana, aún pensaba que me odiabas y eso me hacía infeliz. Dios, ¡qué tonta fui! Pero, di, dímelo tú mismo, ¿hubiera podido imaginar lo que estaba sucediendo de verdad? Si él no odiaba a su visitante, ¡pero de qué forma hablaba de ella! Fue entonces cuando entendí que cualquier cosa que hiciera daría igual, porque, independientemente de todo, para ti tenía que ser una tortura. O, en realidad, mucho peor, porque el utensilio de tortura es inanimado e inocente como una piedra que puede matar al caer. Y me fue imposible imaginar que una herramienta pudiera vivir bien y amar. Me gustaría decirte, al menos, lo que sentí yo después, cuando lo entendí todo, mientras escuchaba la cinta. Quizás te sea útil. Incluso he intentado apuntarlo…
— ¿Por eso encendiste la luz? — pregunté, con una voz sofocada que me salía a duras penas de la garganta.