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La aurora roja llameaba en los cristales y dividía la habitación en dos. Nos encontrábamos ambos dentro de la sombra azulada. Fuera de sus fronteras todo era cobrizo, y teníamos la sensación de que si cualquier libro cayera al suelo, produciría un sonido metálico.

— Sí, se trata del experimento. Pero no sé cómo hacerlo. Preferiría, ya sabes… — me interrumpí.

— No me des explicaciones, Kris. Me gustaría tanto… ¿Crees que durará mucho?

— Va para largo — dije —. Escucha, ¿qué te parece si me acompañas y esperas en el pasillo?

— Está bien. Pero ¿y si no aguanto?

— ¿A saber cómo es en realidad? — pregunté y me apresuré a añadir—: No te lo pregunto por curiosidad, créeme, pero quizás, si tomaras conciencia de ello, tú misma podrías controlarlo.

— Es el miedo — dijo, empalideciendo un poco —. Ni siquiera sabría decirte de qué tengo miedo, porque en realidad no tengo miedo, sino… sino que tengo la sensación de que me pierdo. Al final, además siento una… vergüenza, no sé explicarlo. Después, ya nada. Por eso pensé que se trataba de una enfermedad… — acabó de hablar en voz más baja y se estremeció.

— Puede que ocurra solo aquí, en esta maldita Estación — dije —. En lo que a mi respecta, haré lo posible para que la abandonemos cuanto antes.

— ¿Crees que es posible? — abrió los ojos.

— ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, no estoy encadenado… Además, dependerá de las decisiones que adoptemos con Snaut. ¿Cuánto tiempo crees que podrás estar sola?

— Depende… — dijo despacio. Agachó la cabeza —. Si escucho tu voz, creo que lo conseguiré.

— Preferiría que no oyeras de qué hablamos. No es que tenga nada que ocultar, pero no sé, no puedo saber, qué es lo que dirá Snaut.

— No sigas. Lo entiendo. Está bien. Me pondré en un sitio desde donde solo pueda oír tu voz. Será suficiente.

— En ese caso, voy a llamarlo ahora desde el taller. Dejaré la puerta abierta.

Ella asintió con la cabeza. Tras atravesar una pared de rojos rayos solares, salí al pasillo que, por contraste, estaba bastante oscuro, a pesar de la luz artificial. La puerta del pequeño taller estaba abierta de par en par. Los restos del termo de Dewar en el suelo, bajo la fila de grandes contenedores de oxígeno líquido, era el único rastro que quedaba de los incidentes nocturnos. La pequeña pantalla se iluminó cuando descolgué el auricular y marqué el número de la emisora de radio. La grisácea membrana de luz que parecía cubrir la superficie mate del cristal se rompió y Snaut, inclinado por encima del reposabrazos de una silla alta, me miró directamente a los ojos.

—¡Hola! — dijo.

— He leído la nota. Me gustaría hablar contigo. ¿Puedo ir a verte?

— Sí, puedes. ¿Ahora mismo?

— Sí.

— Te espero. ¿Vendrás acompañado?

— No.

Adoptó una expresión extraña: se inclinaba hacia un lado, tenía la cara morena delgada, y las arrugas le surcaban la frente; dentro del cristal cóncavo parecía un extraño pez en un acuario, asomado a una ventanita desde la que contemplar el mundo.

— Bueno, bueno — dijo —. Te espero, pues.

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