Los termóforos…
Me puse a buscarlos, pero antes de que consiguiera dar con ellos, alcancé a zancadas el segundo armario: removí, dejándolas caer, cajas de viales; ahora, una jeringuilla, ¿dónde? en los esterilizadores; no conseguía montarla, tenía las manos congeladas, los dedos estaban tiesos y no se doblaban. Empecé a dar golpes desesperados contra la tapa del esterilizador, pero no sentía ningún dolor, si acaso un leve hormigueo. Ella, tumbada, gimió con más intensidad. Me acerqué de un salto.
Tenía los ojos abiertos.
—¡Harey!
Ni siquiera era un susurro. No podía decir nada. Mi cara era una cara ajena, hecha de yeso, incómoda. Sus costillas se movían deprisa bajo la blanca piel; el cabello, empapado por la nieve derretida, se esparció por el cabecero. No dejaba de mirarme.
—¡Harey!
Fue todo cuanto pude decir. Estaba de pie, rígido como un tronco, con aquellas manos de madera que no me pertenecían; los pies, los labios, los párpados comenzaban a escocerme cada vez más, pero apenas lo notaba; una gota de sangre licuada por el calor resbaló por su mejilla dibujando una diagonal. Su lengua tembló y desapareció, aún seguía gimiendo.
La cogí de la muñeca, apenas tenía pulso, le abrí aún más el albornoz y acerqué mi oído a su cuerpo helado, justo por debajo del pecho. A través de un zumbido que sonaba a incendio, escuché el galope de sus latidos, demasiado rápidos para poder ser contados. Mientras me inclinaba, con los ojos cerrados sobre ella, algo me tocó la cabeza. Era ella, que había enredado sus dedos en mi pelo. La miré a los ojos.
— Kris — gimió. Agarré su mano, me respondió con un apretón que casi me la aplasta, su cara se retorcía en una tremenda mueca. Entonces se desmayó, entre los párpados entornados se veía el blanco de sus ojos, de la garganta escapó un estertor y el cuerpo entero se estremeció a causa de los vómitos. Colgada del borde de la mesa, apenas si conseguí asirla. Se golpeó la cabeza repetidas veces con el borde de un embudo de porcelana. Yo la sujetaba, presionando su cuerpo contra la mesa, pero ella conseguía liberarse con cada espasmo. Enseguida empecé a sudar y me flaquearon las piernas. Cuando cesaron los vómitos, intenté volver a tumbarla. Cogía aire a bocanadas roncas. De pronto, en medio de aquella horrible y ensangrentada cara, los ojos de Harey se iluminaron.
— Kris — gimió —, ¿cuánto… cuánto tiempo, Kris?
Empezó a ahogarse y a echar espuma por la boca; de nuevo, los vómitos retorcieron su cuerpo. Recurrí a las pocas fuerzas que me quedaban para inmovilizarla. Sus dientes castañearon cuando se tumbó.
— No, no, no — repetía deprisa con cada respiración y cada una de ellas parecía ser la última. Los vómitos regresaron una vez más y de nuevo se retorció entre mis brazos, mientras, durante los breves intervalos entre un ataque y el siguiente, aspiraba el aire con tanta dificultad que parecía que las costillas se le iban a salir del pecho. Por fin, los párpados cubrieron sus ojos ciegos, entreabiertos. Se quedó rígida. Creí que aquello era el final. Ni siquiera intenté eliminar los restos de espuma rosa de sus labios; seguía inclinado sobre ella y, a lo lejos, oía el sonido de una enorme campana, mientras aguardaba su último aliento para, justo después, derrumbarme en el suelo; pero ella seguía respirando, ya casi sin estertores, cada vez más bajo, y la parte alta del pecho, que había dejado de temblar, se movía al ritmo enloquecido de su corazón. Derrotado, vi cómo su cara empezaba a sonrosarse. Aún no comprendía nada, únicamente las palmas de las manos me sudaban y me pareció que me estaba quedando sordo, tenía la sensación de que algo mórbido, elástico, me tapaba los oídos; pese a ello, seguía escuchando las campanadas, ahora ya ahogadas, como si el badajo se hubiera partido.
Abrió los ojos y nuestras miradas se cruzaron.
«Harey», quise decir, pero echaba en falta la boca, mi cara parecía la de una momia y solo podía mirar; sus ojos recorrieron la habitación y movió la cabeza. El silencio era casi absoluto; a lo lejos, en otro mundo, el agua goteaba rítmicamente de un grifo mal cerrado. Se incorporó sobre el codo. Yo retrocedí, mientras ella me observaba:
— ¿Qué…? —dijo —. ¿Qué…? ¿No ha funcionado? ¿Por qué? ¿Por qué me miras así?
Y de repente, gritó con estrépito:
—¡¿Por qué miras así?!
Se hizo el silencio. Ella se miró las manos y movió los dedos.
— ¿Soy yo…? — dijo.
— Harey — pronuncié sin aliento, solo con los labios. Levantó la cabeza.
— ¿Harey…? — repitió. Se deslizó despacio hasta el suelo y se puso de pie. Se tambaleó, recuperó el equilibrio y avanzó unos pasos. Ejecutó todas aquellas acciones con estupefacción, mirándome sin verme.
— ¿Harey…? — repitió despacio nuevamente —. Pero… yo… no soy Harey. ¿Quién soy… yo? ¿Harey? ¡¿Y tú, y tú?!
De repente, se le dilataron las pupilas, le brillaban, y la sombra de una sonrisa de sorpresa absoluta le iluminó la cara.
— ¿Quizás, tú también? ¡Kris! ¡¿Quizás, tú también?!